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Columna
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Caricaturas, caraduras y dictaduras

"La cara es la maqueta de la persona entera", dijo Juan Urbano, que ayer se había puesto sentencioso después de ver por la mañana una exposición de Agustín Sciammarella en Alcalá de Henares y por la noche la película I'm not there. La última le había aburrido, y de todos los episodios en los que actores distintos hacen de Bob Dylan en épocas diferentes de su vida, sólo le interesó el de Cate Blanchet, que reconstruye a escala, encima de sí misma, los años ácidos del cantante, sus días de gafas negras y limusinas blancas en Londres, su búsqueda de una música que sonara a mercurio salvaje y su defensa del caos. Le había gustado eso y también el placer repetido de ir al cine, la mística de llegar a la plaza de España, bordear la fuente de los Cubos, bajar las escaleras que hay en la calle de la Princesa, 3, justo enfrente del edificio de apartamentos en el que vivía Rafael Alberti, llegar a la calle de Martín de los Heros y entrar en los Renoir, por ejemplo, a esas horas en las que la clientela es poca y tiene cara de entendida. En cuanto a Sciammarella, le gustaban tanto los dibujos que publica en EL PAÍS que se había subido al tren para ir a Alcalá de Henares y ver sus pinturas y esculturas sobre Francis Bacon, Picasso o Henry Moore, y no sólo no se había arrepentido, sino que estaba impresionado por la capacidad del caricaturista argentino para representar con cuatro rayas el interior de los personajes que pinta y deformarlos hasta que sean ellos.

Con la política, las cosas se simplifican o se disfrazan no para hacerse más accesibles

"Es que, si te fijas", me dice, mientras desayunábamos hace un rato en el Café Comercial, "en este mundo no existen las caras, sino sólo las caricaturas, o los discursos, que son la caricatura del habla, ¿no crees?". Y con esa costumbre suya de saltar de un tema a otro, de pronto está hablando de Miguel Bosé, de Esperanza Aguirre, de Cuba y de Willy Toledo. "¿Qué es Cuba? No es un país, sino una caricatura, empezando por Fidel Castro, que cuando aún se tenía en pie se dedicaba a fotografiarse con los turistas como si fuera el pato Donald. Y como la dictadura hereditaria de los Castro es una caricatura, todo el mundo habla de ella como si describiese un tebeo. Va Willy Toledo y mete la cuchara en la sopa equivocada, y le sueltan los perros, como quien dice. Va Miguel Bosé y compara Cuba con Valencia, y se le viene encima Esperanza Aguirre: '¿Pero cómo se puede no condenar la dictadura cubana que en estos momentos lleva ya 51 años?', se pregunta, con más razón que una santa, pero luego coge el bolígrafo y se entrega a la caricatura: 'Ya se sabe lo que opinan todos éstos de la ceja".

Un problema, sin duda, ése de la tendencia a la caricatura que nos rodea, porque si cuando ves un dibujo de Sciammarella lo que ocurre es que tienes la impresión de que te han abierto las famosas puertas de la percepción; o si al ver ese Bob Dylan que la otra noche estaba disfrazado de Cate Blanchet en los cines Renoir entiendes que la cultura es una forma de resurrección que puede devolver a este lado del más allá todo lo que decide salvar del tiempo y del olvido; con la política pasa justo lo contrario, que las cosas se simplifican o se disfrazan no para hacerse más accesibles, sino para meterle otra curva al laberinto. Qué buena es la exposición de Sciammarella, tanto que por algún motivo, mientras Juan Urbano le buscaba a sus dibujos el centro, ese lugar en el que el personaje que representan se hace él por extensión, se acordó de esa línea prodigiosa con la que su compatriota Borges describe a alguien que acaba de recibir un disparo: primero cayó el vaso, después el hombre entero.

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