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Columna
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El Madrid de la farándula

Desde la terraza de la casa madrileña del actor Pepe Martín en la calle de Azulinas, con los mismos colores en su cielo que los que él reconoce en los cuadros del pintor Fernando Verdugo que cuelgan de sus paredes, se puede contemplar todavía uno de los más hermosos atardeceres de Madrid, bajo cuya luz debe haber despertado su memoria para ofrecernos un libro que no sólo leerá con gusto la gente de la farándula que aparece en sus páginas, sino también los curiosos de lo que se cuece en los cenáculos de los cómicos y detrás de las bambalinas del teatro.

Pero lo que El recuerdo dormido (Fundación AISGE) tiene de testimonio de un tiempo sería inconcebible sin ese Madrid del que tuvo que huir su autor provisionalmente, escapando de la enorme popularidad que le dio su papel de conde de Montecristo; una ciudad en la que este catalán, igual que otros tantos catalanes del teatro, Adolfo Marsillach o Nuria Espert entre ellos, vive su vocación sin la menor incompatibilidad. Lo que este libro encierra de pequeña historia del teatro sería imposible sin los teatros de Madrid y sin los catalanes del teatro en Madrid. Y lo que tiene de crónica de una fama, o de unas famas, sería otra cosa sin las reuniones del mítico Bocaccio, por ejemplo, o sin las varias casas o habitaciones de Madrid que lo pueblan, muchas y muy variadas, desde los íntimos salones de sus amistades tan diversas hasta las estancias palaciegas de La Moncloa, antes de Aznar y con Aznar como amable anfitrión.

Los libros de memorias suelen describir más los paisajes del viaje que los de casa

Los libros de memorias suelen describir más los paisajes del viaje que los de casa, acaso porque los paisajes foráneos, más capaces por distantes de despertar los recuerdos dormidos, nos esperan siempre. Por eso, cuando Pepe Martín se marcha a otra ciudad, Buenos Aires por ejemplo, que le cambió la vida, y vuelve a Madrid como quien vuelve a casa, entre el sosiego del que recupera su normalidad y la resignación del que la teme, vuelve a la ciudad inevitable, o a la ciudad indispensable, sin exigencias identitarias, que es lo que termina siendo Madrid para los arraigados en ella. París, sin embargo, está envuelto entre la melancolía de lo que fue y lo que no pudo ser, de lo que le dio a un actor que nacía y lo que no sabe bien qué pudo darle de no haber seguido el consejo de María Casares cuando le recomendó su vuelta a España.

Cuando vuelve a Barcelona, donde nació, Martín expresa la íntima satisfacción del que se siente arropado por el hogar paterno, describe un escenario familiar y recoge además en su ciudad natal, donde el conde de Montecristo se encarnó en él, muchos de sus éxitos. No es extraño por eso que, como el propio autor recuerda, un cuento de su gran amiga Montserrat Roig empiece así: "Cada vez que vuelve a Barcelona Pepe Martín necesita hacer una declaración pública de su barcelonismo". Pero no creo que fuera su querencia de Madrid lo que le obligara a esos juramentos; Madrid nunca obliga.

Este libro con Madrid de fondo, escrito con el narcisismo propio de un actor veterano, relator con minucia de los halagos que han mantenido viva su vanidad, lo cual le confiere un tono de franqueza inaudito y de espontánea celebración de la vida, es además de un cuidado autorretrato de Pepe Martín, una crónica de la fama y sus efectos tanto en su vida como en su entorno. Lo que pasa es que en la descripción de cada una de sus empresas creativas, y más allá de los pormenores y las anécdotas, desengaños pocos, hay reflexión sobre el cine, el teatro, la televisión, la literatura o las artes. Y aparecen en consecuencia en su vida no pocos activistas culturales y muchos escritores, de Aranguren a Alberti, de Terenci Moix a Umbral y a Gala, de Ayala a Claudio Magris, de Manuel Puig a Juan Eduardo Zúñiga, dentro de un largísimo etcétera repleto de amistosas vicisitudes. No quiere decir esto que asome por el libro la pedantería; se trata de unas memorias francamente entretenidas por el cúmulo de retratos y bocetos de personajes que contiene y por las propias debilidades que el autor confiesa deliberadamente o se le escapan. Lo que estas cercanías culturales explican es el interés en reflexionar de quien, entre anécdota y anécdota, introduce con equilibrio una observación, una reflexión, de un modo poco común en la sociedad teatral de un tiempo en el que los actores cultos no eran frecuentes, hasta lograr un libro bien hecho. Tan bien hecho que es posible que Pepe Martín haya desertado ya de la escena para seguir la recomendación de algunos amigos suyos que, según cuenta, le han incitado a pasarse de bando y ejercer la escritura. No sabemos, pues, si estamos ya hablando de un escritor nuevo que no quiere ni oír hablar de la jubilación, pero podría tratarse de eso.

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