Accionistas, consejeros, conflictos y limitaciones
Se ha afirmado que entre los factores desencadenantes de la crisis financiera y económica figuran las desviaciones en la aplicación del modelo de gobierno corporativo de segunda generación definido a nivel europeo e internacional en los últimos diez años. Se ha dicho también, por otro lado, que en cierta medida la crisis se ha debido a las debilidades e insuficiencias que ese modelo arrastraba en sí mismo y se ha propuesto, por ello, someterlo a una profunda revisión.
No se trata de opiniones contradictorias. Es verdad que el sistema -por citar el más cercano, el definido en España por el Código de Buen Gobierno de 2006- se viene cumpliendo más en sus aspectos formales (reglamentos, procedimientos, informes...) que en las realidades en las que debe traducirse ese modelo, como, por ejemplo, en la independencia efectiva de los consejeros calificados de tales o en la presencia mínima de ejecutivos en los consejos de administración. Pero también es cierto el fallo del sistema consistente en ponderar tanto la importancia de la organización y el funcionamiento del consejo en detrimento del análisis de las relaciones y los equilibrios de poder entre sociedades, consejeros y accionistas que es, en el fondo, donde radica la clave del buen gobierno corporativo.
El accionista, directamente o a través de representantes, es el administrador "nato" o "natural" de las sociedades
La disparatada regulación ha llevado al bloqueo al sistema de representación proporcional en el consejo
La visibilidad, tantas veces excesiva, de consejeros y ejecutivos ha eclipsado el peso que los accionistas -únicos y verdaderos dueños de la empresa- deben tener en el sistema de buen gobierno. Es el momento de insistir en que son los accionistas -directamente o a través de las personas que les representen- quienes ostentan la cualidad de administradores "natos" o "naturales" de las sociedades, por impopular que esta declaración en pro de los "consejeros dominicales" me siga convirtiendo en los foros, dedicados precisamente a favorecer movimientos en el sentido contrario. Pero éste es también el tiempo de establecer diferencias entre unos y otros accionistas. Frente al tradicional concepto uniforme, y casi anónimo, del accionariado societario, la realidad demuestra la necesidad de definir líneas de distinción entre accionistas significativos, accionistas institucionales -por cuenta propia y por cuenta ajena- y accionistas minoritarios. También la diferencia entre accionistas estables y accionistas a corto plazo y la posición específica de los accionistas cuyos derechos de voto penden de obligaciones y garantías reales o personales con terceros.
De la misma forma que la ley regula los derechos de los accionistas y modula su ejercicio en función de cuotas del capital con derecho a voto, la tipología de accionistas debe reflejar la posición diferencial en que los mismos se encuentran en relación con aspectos como la vocación de permanencia de su inversión o sus niveles de apalancamiento. En uno de sus últimos números, The Economist (20 de febrero de 2010) previene so+bre los riesgos del overcoming short-termism en el accionariado de las grandes sociedades y recuerda la existencia de límites al poder político de los accionistas cortoplacistas como el régimen de dual classes shareholders o los staggered boards, a lo que podemos añadir los proyectos de proxy voting en EE UU que condicionan la participación de los accionistas en los consejos de administración a declaraciones forºmales de estabilidad y de compromiso con el interés social.
Así, los accionistas significativos y los grandes inversores institucionales tienen un deber de fidelidad al interés social, que dimana de la esencia misma del contrato de sociedad, y que se traduce en obligaciones concretas vinculadas de forma automática a su condición: adherirse al sistema de gobierno corporativo de cada entidad, supeditar el ejercicio de sus derechos al interés social como derechos que son de la posición de "socio" y no intereses extrasocietarios del accionista, no interferir en la gestión social, no pretender operaciones vinculadas que escapen al marco de control establecido...
En este contexto, adquieren una nueva dimensión cuestiones tan de actualidad como el acceso al consejo de administración por el sistema de representación proporcional o las limitaciones del derecho de voto. El derecho de los accionistas significativos a participar en la gestión de la sociedad desde dentro o desde fuera del órgano de administración (existen también fórmulas eficaces para lo segundo) es una facultad inderogable de los grandes accionistas y representa ya una tendencia imparable en el desarrollo del buen gobierno corporativo. Lo que sucede es que la regulación de la ley española (artículo 137 LSA) es deficiente por varios motivos: concede a la minoría un derecho propio a designar al consejero en la junta (¡sólo si hay vacantes en el consejo!), pero sin intervención inicial de la mayoría (en vez de una facultad de propuesta a la junta general, como sería lo normal), permite en teoría que ejerzan ese derecho accionistas en situación de conflicto de competencia o de interés con la sociedad (lo que contradice otros preceptos de la misma ley) y, para colmo, no impide, al menos formalmente, que sea designado consejero una persona inhábil por ley o estatutos para ocupar el cargo de consejero o un candidato elegido sin participación de la comisión de nombramientos y retribuciones. Tan disparatada regulación ha situado el sistema de representación proporcional en estado de bloqueo institucional, en el que permanecerá hasta que el legislador aborde un planteamiento razonable y homologable.
La complejidad del régimen de los derechos y deberes de los accionistas aconseja huir de improvisaciones y de demagogias. La limitación del derecho de voto es otro buen ejemplo. Como posibilidad estatutaria abierta e irrestricta (artículo 105.1 LSA), la limitación del voto resulta criticable y acertó el código unificado al recomendar, no sin matices y excepciones, su prohibición futura. Sin embargo, en cuanto afinamos el análisis, aparecen situaciones en la que la limitación del voto encuentra justificación y sectores -tan relevantes como la banca- en los que la propia ley contempla rigurosas limitaciones no sólo al voto sino incluso a la adquisición de participaciones. Es el caso de las sociedades cotizadas en las que coexisten varios accionistas de referencia y ninguno de control ni con vocación o capacidad de alcanzarlo. En ese escenario, las limitaciones de voto, debidamente reguladas en los estatutos aprobados por la junta general, pueden operar como eficaces mecanismos de tutela de los intereses de los minoritarios. Y, lo más importante, la acerba crítica a las limitaciones de voto fundada en que representan un obstáculo a las tomas de control societario no han tenido en cuenta, asombrosamente, que muchos de los estatutos sociales que contienen dichas limitaciones prevén la neutralización de las mismas en caso de OPA, dato que los articulistas y editorialistas defensores de la prohibición parecen haber olvidado. Si las limitaciones no rigen en caso de que uno o varios accionistas aspiren de verdad a controlar la sociedad, ¿dónde está el blindaje de los consejeros y directivos que tantas veces se denuncia?
En fin, la enmienda presentada in extremis a un proyecto de ley dedicado a otra materia no se corresponde con un proceso normal, y jurídicamente bien construido, de reforma de una de las leyes básicas del Derecho español como es la LSA, omite la consideración de las situaciones en las que las limitaciones pueden resultar legítimas, resulta anacrónica en el contexto del Derecho comunitario y, en fin, ni siquiera la justificación técnica de la enmienda está bien planteada.
Rafael Mateu de Ros es abogado.
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