¿A quién sirven las limitaciones de voto?
La propuesta de prohibir las limitaciones estatutarias del voto que puede emitir un accionista ha dado lugar a un encendido debate, en el que la confusión y falta de rigor técnico se entremezclan a menudo -lo que es peor- con opiniones ostensiblemente parciales e interesadas. Pues bien, aun a riesgo de ser acusado de esto mismo (aunque mis opiniones sobre el tema sean públicas y anteriores a cualquier batalla empresarial en particular), me parece obligado aportar a este debate algunas reflexiones elementales, con el fin -asumo que ingenuo e ilusorio, dados los envites en juego- de tratar de reconducirlo al plano jurídico-mercantil en el que en rigor debería desenvolverse.
La posibilidad de que los estatutos de una sociedad anónima limiten el número máximo de votos que puede emitir un accionista en la junta general procede en realidad de la vieja Ley de Sociedades Anónimas de 1951, cuando no existían OPA ni sociedades cotizadas mínimamente parecidas a las actuales. En su origen esta medida se concibió como un instrumento de democratización de las juntas generales y de defensa de las minorías, destinado a limitar la influencia de los socios preponderantes por la vía de forzar a éstos a concertar y consensuar las decisiones societarias con el conjunto de los accionistas. Porque en la medida en que limitan los derechos de voto del accionista que se sitúe por encima del umbral de referencia, el efecto práctico de estas cláusulas no es otro que el de potenciar o incrementar en términos relativos la fuerza de voto del resto de los socios.
La posibilidad de limitar el voto se legisló para proteger a los minoritarios en 1951, cuando no existían OPA
Hoy no se entiende esa opción de las sociedades para limitar en sus estatutos el voto del accionista
Pero por encima de estos bienintencionados propósitos, lo cierto es que las limitaciones del voto sólo adquirieron vigencia práctica -y con fines frontalmente contrarios a los ingenuamente pretendidos por el legislador- cuando el desarrollo de las OPA y de las operaciones de toma de control llevaron a las sociedades (rectius: a los directivos de las sociedades carentes de socios mayoritarios) a rastrear en los textos jurídicos posibles medidas e instrumentos que pudieran emplearse con fines de blindaje y de defensa frente a las OPA hostiles. Algunas de estas medidas tuvieron un uso efímero y fueron rápidamente desechadas (piénsese en los requisitos de antigüedad como accionista para poder ser designado administrador, hoy abandonados). Pero las limitaciones del voto han seguido manteniendo cierta relevancia en la práctica de nuestras sociedades cotizadas, seguramente porque los elevados fines normativos que en su momento las justificaron, pese a tener más de espejismo que de realidad, siguen dotándolas de una cómoda -aunque por lo general falsa y vacua- legitimación teórica.
Por muchas razones, pero sobre todo por la manifiesta discordancia entre sus supuestos fines normativos y el uso práctico que de ellas tiende a hacerse, la doctrina mercantil lleva años manifestándose con sorprendente unanimidad en contra de estas limitaciones. De ello es muestra la Propuesta de Código de Sociedades Mercantiles de 2002, que se decanta por su prohibición expresa para las sociedades cotizadas. Pero también la práctica de nuestro mercado pone de manifiesto la progresiva tendencia de muchas sociedades a eliminar estas limitaciones de forma voluntaria, como consecuencia en gran medida de las recomendaciones de buen gobierno corporativo y de la generalizada oposición a las mismas por parte de inversores institucionales y minoritarios (curiosamente, los supuestos beneficiarios de las limitaciones del voto, en el discurso falaz e interesado que suele acompañar a estas cláusulas). Según datos de la CNMV, si en el año 2003 eran 23 las sociedades cotizadas que incluían limitaciones del voto en sus estatutos, a finales del 2008 sólo 14 (de las cuales seis del Ibex) las mantenían.
Que las limitaciones del voto poco tienen que ver hoy en día con los seráficos fines contemplados por el legislador en 1951 es algo que se advierte sin dificultad. Por un lado, la protección de los intereses de los accionistas minoritarios frente a las operaciones de toma y cambio de control (si es que tal protección fuera realmente necesaria) encuentra hoy su sede natural en el régimen de OPA y, más en concreto, en la obligación de formular una OPA por el 100% del capital que se impone a quien adquiera más del 30% de los derechos de voto de una sociedad o designe a más de la mitad de sus consejeros. Por debajo de estos umbrales, pues, no existe razón material alguna para restringir o condicionar todavía más la facultad de los accionistas de fijar su participación en el porcentaje que estimen adecuado y para privarles, de superar un límite arbitrario y convencional, de la plenitud de sus derechos políticos. Pero además, si realmente las sociedades estuvieran necesitadas de protección frente a los accionistas que adquieren participaciones significativas pero inferiores al umbral de la OPA obligatoria, no se entiende muy bien por qué esa protección habría de quedar remitida a la opción libérrima de las distintas sociedades, que en la actualidad pueden optar, no sólo por incorporar o no una limitación del voto a sus estatutos, sino también por fijarla en el porcentaje que tengan por conveniente (en la práctica española, entre el 3% y el 25% del capital, aunque lo más habitual sea el 10%).
A ello se añade, por otro lado, que los porcentajes de capital en manos de los accionistas minoritarios que participan activamente en las juntas generales rara vez exceden -como es notorio- de cifras infinitesimales. En las sociedades de capital disperso, que no por casualidad son las únicas que en la práctica recurren a las limitaciones del voto, la inmensa mayoría de los votos de los pequeños accionistas son controlados por los administradores a través de las delegaciones de voto, que se nutren tanto de la tradicional apatía y desinterés de aquéllos como de la habitual colaboración prestada a estos efectos por las entidades depositarias de las acciones (¡y a las que no alcanza la limitación!). La consecuencia práctica, en todo caso, es que las limitaciones del voto lo único que refuerzan en la actualidad es, no el derecho de voto de los accionistas minoritarios, en contra de los bienintencionados fines que a mediados del siglo XX animaron al legislador, sino el dominio y control que los administradores suelen tener sobre las juntas generales y, por extensión, sobre el proceso de toma de decisiones de la sociedad.
Por lo demás, dentro del surtido conjunto de argumentos que han sido empleados en favor del mantenimiento de las limitaciones de voto tampoco han faltado las apelaciones nacionalistas, que subrayan los aparentes peligros de dejar a las compañías españolas inermes y en inferioridad de condiciones frente a sus competidores extranjeros. En realidad, a diferencia de otras normas (como la Ley de 1995 que estableció un control público sobre las empresas privatizadas a través de la impropiamente conocida como golden share, que fue derogada hace unos años tras su declaración de incompatibilidad con el Derecho de la Unión Europea), semejantes consideraciones son del todo ajenas -lo hemos visto- a los fines originarios perseguidos por el legislador con las limitaciones del voto. Obviaremos también la abierta inconsistencia de este argumento con la manida justificación teórica de estas cláusulas estatutarias, como supuesto mecanismo de protección de las minorías, y hasta con el uso práctico que las mismas están encontrando en nuestra realidad societaria, en la que la nacionalidad del accionista no parece concebirse como un presupuesto para su aplicación. Las limitaciones del voto, además, en ningún caso impiden la formulación de una OPA sobre la sociedad (que se lo digan a Endesa, que fue objeto de tres OPA sucesivas pese a tener una), no sólo porque las OPA pueden -y suelen- condicionarse en su efectividad a la eliminación de cualquier blindaje estatutario, sino también porque a partir de ciertos porcentajes del capital la limitación tampoco priva al oferente de la posibilidad de hacerse a pesar de todo con el control absoluto de la sociedad. Y por último, aunque se aceptara -que no es mi caso- que semejantes invocaciones patrióticas y mercantilistas puedan fundamentar cualquier tipo de norma jurídica, se convendrá también en que ésta debería revestir entonces un carácter general y no quedar a expensas de las decisiones que libremente tome cada sociedad (o sus administradores, para ser más precisos), como ocurre ahora con las limitaciones del voto.
La absoluta inconveniencia de permitir que las sociedades bursátiles puedan limitar el voto de los accionistas halla una clara confirmación en la experiencia de otros ordenamientos extranjeros, como el alemán o el italiano, que tampoco se caracterizan -hay que decirlo- por tener unos mercados de control particularmente abiertos. Y es que en ambos países las limitaciones del voto han sido prohibidas por el legislador en los últimos años, aunque no para todas las sociedades, sino específicamente para aquellas que coticen en Bolsa.
Javier García de Enterría es catedrático de Derecho Mercantil y abogado.
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