Chinos
En Barcelona hay una autoescuela para chinos. Está en la la Ronda de Sant Pere, entre las tiendas de ropa de chinos y los bazares de chinos, al lado de la inmobiliaria para chinos. Sus instructores y alumnos son todos orientales. Sus coches llevan ideogramas pintados en los costados. Pero, por alguna razón -quizá cuota étnica, quizá legislación laboral-, el hombre que atiende en el mostrador es español.
-¿Son buenos jefes los chinos?- le pregunto.
-Bueno, dejan fumar. Fuman mucho, al menos los que trabajan aquí. Por lo demás, trabajan todo el día y toda la noche. Pero no sé en qué porque casi ninguno habla español.
-¿Por eso lo han contratado a usted?
-No, a mí me han contratado porque venía con el chiringuito cuando lo compraron.
-¡Ah! Usted ya trabajaba aquí.
-¿Trabajar? No. Yo era el dueño.
-Y les vendió a los chinos una participación en la autoescuela.
-Pues lo intenté, pero ellos la querían toda.
-¿Y no negociaron?
-Los chinos no negocian, chaval. Llegan con una oferta y ahí se quedan. No bajan un céntimo ni suben un céntimo. Si la quieres, bien. Si no, también.
-¿Pero son chinos de China o chinos de acá?
-No lo sé. Llegaron un día como 14 con un solo traductor, que tampoco hablaba muy bien español. Nos sentamos en una mesa. Yo tuve que llamar a mi mujer para que hiciera bulto. Empezaron a hablar todos. El traductor traducía a medias. Yo no sabía con quién tenía que hablar.
-¿Y cómo se entendieron?
-No nos entendimos. Alguien sacó un papel y antes de darme cuenta yo ya había firmado.
-Cuando se levantó de la mesa, usted era su empleado.
-Exacto.
Nos quedamos un rato en silencio, observando a un instructor mientras regaña a una estudiante poco aplicada. Su lengua tiene varios tonos diferentes, así que el instructor parece cantar todo el tiempo.
-Dicen que van a dominar el mundo- le digo.
-Bueno. Dejan fumar.
-Ya.
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