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CAFÉ PEREC
Columna
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Ceronetti en persona

Enrique Vila-Matas

Entro en mi librería habitual y un caballero que no conozco, un cliente que estaba ya enfilando la puerta de salida, retrasa su partida para preguntarme si me puede entregar Pequeño infierno turinés, de Guido Ceronetti. El nombre de la editorial, me dice, comenta su previsible frágil paso por este mundo: Editorial Días Contados.

Ya en el autobús, de regreso a casa, hojeo distraídamente el libro (traducción de González Rovira) y no tarda en llegarme un primer latigazo de deslumbramiento ante el estilo audaz e incisivo del escritor. Pequeño infierno turinés, trabado por una serie de semblanzas, habla de una ciudad que ya no existe, de una época de Turín en la que todavía podía verse belleza. Sin embargo, las "portadoras de luz-en-el-rostro de entonces" ya son ahora viejas. Y las jóvenes de hoy, dice Ceronetti, tienen rictus de teléfono móvil, no se las comería ni un perro.

En su escritura encuentro lo que el crítico James Wood llama 'vividad': vida en el papel

Me adentro en una de las semblanzas, Un viejo turinés, y recorro la vida del padre del autor, dueño de una moral fundada sobre la interesante base de no molestar nunca a nadie: "Hay vidas que terminan sin dejar nada, ni destruido ni detenido, sin abrir ni congelar ningún desorden, mínimas obras de arte de orden en el gran desequilibrio humano".

Voy imaginando el Turín de otro tiempo a medida que leo a Ceronetti, experto en mundos borrados y creador cercano a Gadda, Manganelli y otros grandes raros de la escritura italiana del siglo pasado. En su escritura encuentro lo que el crítico James Wood llama vividad: vida en el papel, vida traída a una vida distinta por el arte más elevado.

Ya en casa, sigo cruzando por donde cruza Ceronetti, escritor que a veces incluso parece que va a personarse él mismo en alguna de sus intensas páginas. Retrata a las turinesas de su época como mujeres castigadas por la soledad, pero muy capaces de soportarla, obsesionadas como andaban siempre por la sastromodistitis y por no ir desgreñadas. En la semblanza Boxeo en Turín aparece el púgil Bonaglia, terrible marrullero que siempre iba al grano y golpeaba en la nuca y en los riñones y acabó de torturador fascista, bonito empleo. Y en El peatón de Turín hay una moderna redefinición del flâneur que, en tiempos de calles peligrosas, se ha transformado en "un metafísico inerme, con curiosidad por el crimen, pero inclinado a evitarlo".

El conjunto es de una rara intensidad conmovida y parece próximo a grandes libros sobre ciudades, como Lisboa, de Cardoso Pires, o La forme d'une ville, de Julien Gracq. Al investigar dónde encontrar más obras del sabio turinés, he tropezado en las imágenes de Google con un Ceronetti que no me esperaba del todo: una mezcla de loco y de genio medieval. He decidido seguir leyéndolo, o investigándolo. Nacido en el 27, es poeta, filósofo, traductor, eterno articulista de La Stampa, dramaturgo, filólogo, marionetista.

En Acantilado han publicado su ensayo sobre El cantar de los cantares y un libro del que llevaba años oyendo hablar, El silencio del cuerpo, traducción de J. A. González Sainz. Al cierre de esta edición, me cuentan que ese carnal y mítico libro es una obra tejida con reflexiones y lecturas sobre el cuerpo, con aforismos y fragmentos sencillamente formidables. Un amigo -supongo que para que salga disparado hacia mi librería habitual- me envía uno de esos aforismos, idóneo para antitaurinos: "Protejo a la vaca e incluso a la araña. Pero ¿y si te piden cuentas de los mosquitos? ¿De los microbios que involuntariamente matas?". Y luego me envía también este otro: "El arte está acabado desde que los artistas ya no tienen enfermedades venéreas". Salgo disparado.

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