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Columna
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Los gatos de la soledad

Tenía yo de niña una gata que se llamaba Beltx, negra, suave y encantadora como ella sola. A veces desaparecía durante días: cómo me alegraba escuchar sus maullidos de vuelta. La recuerdo lamiendo a sus gatitos y acurrucándose en mi regazo. Hasta que tuvimos que cambiarnos de casa a un piso en el que no podíamos tener animales. Ni siquiera a Beltx. Por muchas razones, relaciono todo aquello con el final de la niñez.

Pienso ahora en toda la gente que, ya de adulto, convive con animales. A esos perros o gatos se les llama "de compañía" y es difícil encontrar una denominación más exacta. Son habituales, sobre todo en la gente que, por una razón u otra, sufre de una gran soledad afectiva. Lo veo en ese anciano viudo de mi vecindario, revivido gracias a ese perrito tan aparentemente sinsorgo que alguien ha acertado a regalarle. Lo veo en ciertos treintañeros que adoran a su perro, pero no quieren o no aciertan a tener pareja estable ni hijos. O en la misma María Zambrano, la gran pensadora española que vivió durante gran parte de su vida en compañía de treinta gatos. "¿Es que si yo hubiese tenido a mi lado una persona, un hombre seguramente, que me hubiera amado como se debe", habría tenido tantos gatos?, se preguntaba retóricamente la filósofa.

Encuentro en Gilles Lipovetsky (La sociedad de la decepción, Anagrama) cierta explicación que suscribo plenamente: "El apego a un perro o a un gato es también una forma de protegerse de las decepciones que surgen de la relación con los demás. A diferencia de los humanos, los animales no decepcionan nunca. No se espera de ellos lo que no pueden dar, se les quiere porque siempre son así, porque nunca cambian y nunca nos engañarán. El animal de compañía es un seguro contra las esperanzas defraudadas y al mismo tiempo una compensación por los desengaños que vive el individuo en la actualidad".

Pero es más que eso. Hace unos meses salió la noticia de que en Japón se han hecho muy populares las cafeterías con gatos. Por 500 yenes (unos tres euros) la media hora, el cliente puede relajarse acariciando, observando o jugando con los hermosos mininos que pasean a sus anchas por el local. En Tokio ya hay más de una veintena de estas cafeterías, con todo tipo de clientela, incluidos los ajetreados encorbatados que distraen así momentáneamente el estrés o el sinsentido de su trabajo. Y es que un tercio de la población japonesa vive sola, en muchos casos en pequeños apartamentos donde no se permiten mascotas. El éxito de esas cafeterías retrata esa soledad, pero también aquello que pueden ofrecernos esos animales, esos Beltx de mi recuerdo: la posibilidad de un afecto puro, de una ternura que no siempre aciertan a despertar los humanos; un ser vivo que no nos juzga, ni nos pide nada. Y que nos retrotrae a la infancia. A esa infancia que todavía pervive en nosotros tras las décadas y las decepciones.

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