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La investigación británica de la guerra de Irak
Columna
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Fe cristiana, corazón americano

Tony Blair es un personaje repelente para muchos británicos. Provoca ese profundo rechazo de piel que sólo se puede sentir por un compatriota. Ningún inglés, o francés, o alemán podría compartir la visceral reacción que para algunos españoles genera la figura de Aznar; para otros, la de Zapatero. Lo mismo para los británicos con Blair.

Gran Bretaña es un país en el que coexisten personas deseosas de conservar la identidad británica de siempre con otras que anhelan absorber algo del candor optimista que caracteriza a los "primos" estadounidenses. Los primeros -no necesariamente conservadores en la política- son los que no soportan a Blair; los segundos -no necesariamente progresistas- son los que ayudaron a mantenerle en el poder durante 10 años.

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La personalidad de Blair es mucho más estadounidense que británica. Es, para empezar, un creyente cristiano. La forma de ser de Blair es religiosa, incluso cuando no está hablando de la religión. Es una persona ferviente, convencida, iluminada, más cercano al estereotipo del pastor protestante de Oklahoma que al del clásico británico irónico, seco, incapaz de evitar reírse de sí mismo o de su sociedad. Es difícil creer que Blair se hubiera reído jamás del humor irreverentísimo de Monty Python, o siquiera que lo hubiera entendido.

Pero esa misma solemne convicción que le define también ha resultado ser su punto fuerte, lo que ha marcado la diferencia entre él y sus más titubeantes, ambiguos e incluso más inteligentes rivales políticos, como por ejemplo el actual primer ministro Gordon Brown. Brown no hubiera poseído la dosis necesaria de fe que llevó a Blair a lo que la historia quizá juzgue como su éxito más significativo, lograr la paz en Irlanda del Norte. Esa ausencia de duda también fue la que convenció, inicialmente, al Parlamento y al pueblo británico a participar en la guerra de George W. Bush en Irak. Y lo hemos vuelto a ver ayer cuando le tocó el turno de declarar ante la investigación oficial que se está llevando a cabo en Londres sobre esa misma guerra.

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Blair no se doblegó. Dijo que no se arrepentía de nada. Que hoy volvería a hacer lo mismo. Otro político, en la misma situación, hubiera evidenciado quizá atisbos de incertidumbre; el duro interrogatorio hubiera revelado alguna fisura. Pero Blair demostró la firmeza de un hombre que parte de premisas inapelables, tan poco susceptibles al razonamiento lógico como las de un integrista musulmán, o las de un cristiano renacido, como el ex presidente Bush. Nunca hubo la más mínima posibilidad de que se rompiera, como quizá algunos hubieran soñado, o que confesara que se había equivocado; o que rogara, entre llantos, que le perdonasen.

El secreto de su éxito -nunca el partido laborista había permanecido tantos años en el poder como durante su mandato- fue que, además de esa ciega certeza de poseer la razón, poseía astucia. Era un político listo, instintivo. Conocía al electorado, sabía que su estilo religioso convencía, pero que si actuaba y hablaba de manera abiertamente cristiana los británicos desconfiarían de él; le verían como un chiflado. Por eso su jefe de prensa le advertía de que no hablara nunca de Dios -consejo que siguió- y por eso esperó hasta después de dejar el poder para convertirse al catolicismo y participar activamente en foros internacionales religiosos. Hoy no tiene necesidad de politiquería. Le basta con esa inquebrantable fe, más que suficiente para salir indemne -o, al menos, así él mismo lo habrá entendido- de la inquisición a la que fue sometido.

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