Se vende ático en la calle 64
El lujoso apartamento de Bernard Madoff en Nueva York ya tiene comprador, según la prensa norteamericana. Por descontado, si se tratase de cualquier otro personaje, y no de uno de los más refinados estafadores
de la historia, junto
a su mentor Ponzi, la noticia carecería de importancia, puesto
que el resumen sería descorazonadoramente anodino: rico sucede a rico en un ático de la calle 64. Si acaso, el interés residiría en la melancólica evocación de las celebridades que transitaron por los amplios salones con vistas sobre Manhattan, actores, cineastas, políticos, ejecutivos
de grandes multinacionales y,
en definitiva, gente de un mundo que sólo
se conoce a través de las fotografías. Pero tratándose de Madoff,
el cambio de inquilino adquiere otra dimensión, por no
decir otras resonancias. La identidad del comprador se mantiene reservada, y eso y el precio que ha pagado invitan a especular sobre si las cosas han cambiado o no después de la crisis financiera que ha sacudido al mundo. Es verdad que no la provocó Madoff, pero se ha convertido en su más reconocido emblema.
Si el por ahora desconocido comprador del ático
de la calle 64 fuese finalmente un banquero, no habría que descartar una ola de pánico. Tal vez no en los mercados, cuyos movimientos parecen caprichosos, pero sí entre los ahorradores, que con tanto vaivén de las finanzas mundiales
han desarrollado más confianza en las supersticiones que en
los consejos razonados desde la ciencia económica. Saber que un alto directivo del banco al que uno ha confiado el esfuerzo de toda su vida duerme en el mismo dormitorio que Madoff, almuerza en su mismo comedor o departe en los mismos salones con amigos que tal vez sean los mismos, es motivo para unas cuantas noches de insomnio.
Por esta razón, sería de esperar que pasase una de dos cosas. La primera que nunca
se llegara a conocer
la identidad del comprador, con lo cual nos ahorraríamos saber si es banquero o no. La segunda, que el Gobierno de Estados Unidos se hiciese cargo del ático, convirtiéndolo, por ejemplo, en museo de la crisis. Claro que ninguna de las dos opciones tiene mucho sentido económico, pero el descanso ciudadano
lo agradecería.
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