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PUNTO DE OBSERVACIÓN | OPINIÓN
Columna
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La parábola del pasajero

Soledad Gallego-Díaz

Un tribunal británico deberá decidir en los próximos días si la compañía aérea British Airways tiene derecho a impedir que, dentro de sus aviones, un hombre adulto se siente al lado de un niño, niña o adolescente desconocido. La demanda, según publicó el Daily Mail esta semana, ha sido presentada por un hombre de 33 años, al que se obligó a cambiar de butaca, pese a sus protestas, con la advertencia de que el avión no despegaría hasta que acatara la orden. El pasajero estima que la decisión de la compañía aérea supone asumir la idea de que todo hombre es un posible abusador infantil.

Aunque la empresa no respondió a las preguntas del periodista británico, alegando que el caso está sometido a la justicia, parece evidente que deben haberse producido ya algunos incidentes concretos en los que un hombre adulto ha molestado a un menor sentado a su lado y que son estos sucesos los que han llevado a los responsables de seguridad de la línea aérea a poner en marcha una política tan radical. Los tribunales deberán decidir si la voluntad de garantizar que no se volverán a producir casos parecidos puede justificar "controlar" a toda la población masculina.

¿Hay que aceptar que todos los ciudadanos sean tratados como eventuales abusadores o terroristas?

En el fondo, qué más le da al hombre sentarse en un lado o en otro del avión, si, a cambio, se garantiza que ningún pasajero infantil sufra daños físicos o psicológicos tan graves como los que provocan los abusos sexuales, aducen los defensores de esa medida. Pero para muchos otros, lo que los tribunales tienen que decidir no es cómo garantizar la seguridad de los niños, sino hasta qué punto se puede controlar a todo un colectivo o a toda una población en búsqueda de esa protección y tranquilidad.

La historia de esta demanda viene al caso porque puede ayudar a entender más fácilmente de qué se habla cuando se discute la posibilidad de instalar escáneres corporales en todos los aeropuertos internacionales del mundo para aumentar la seguridad en los aviones e impedir que se produzcan nuevos atentados terroristas. ¿Hay que aceptar que todos los hombres sean tratados como eventuales abusadores? ¿Que todos los ciudadanos sean tratados como eventuales terroristas?

El tema fue planteado por la enviada especial de Estados Unidos, Janet Napolitano, en la reciente reunión de ministros del Interior de la Unión Europea, celebrada en Toledo. El ministro español, José Blanco, ya dijo en su momento que consideraba "inevitable" la utilización de estos aparatos. En el fondo, aducen sus partidarios, qué más da pasar por una máquina que te desnuda, si a cambio se garantiza que el avión no va a estallar por los aires.

Sin lugar a dudas, todos deseamos la máxima seguridad posible, pero la cuestión no se plantea sólo en esos términos sino que implica otro peligro que muchas veces no se quiere encarar con seriedad pero que los propios padres fundadores de la democracia norteamericana ya advirtieron: ¿puede la seguridad ser prioritaria sobre cualquier otro derecho? El problema está en delimitar qué derechos puede uno resignar y hasta dónde es posible asegurarse contra un riesgo sin perder elementos importantes de la propia libertad.

En cualquier caso, la decisión de instalar escáneres corporales no debería ser "inevitable", sino producto de una reflexión y de una explicación detallada a los ciudadanos. El Parlamento Europeo descartó esos aparatos hace sólo un año y no parece que las cosas hayan cambiado tanto desde entonces. Cierto que se ha producido el intento de atentado de Detroit, pero nadie parece estar en condiciones de demostrar que esos escáneres son realmente eficientes a la hora de garantizar la seguridad. ¿No sería más seguro pasar por un aparato de rayos X, por si alguien se ha tragado bolas de explosivo? ¿No sería más seguro evitar que cualquier hombre desconocido del mundo se siente al lado de un niño o de una niña en cualquier lugar de la Tierra?

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