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Columna
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Guggenheim

De pronto un déjà vu, una marcha atrás insoportable de esas que confirman que la política tiene una vocación circular aunque sean círculos que avanzan muchas veces hacia delante. Un flash back de aquellos debates interminables sobre un Museo de arte contemporáneo en Bilbao donde se daban cita intereses particulares, políticos, gremiales, electorales y sólo unos pocos tuvieron la osadía de introducir elementos culturales en aquella conversación tan ruidosa. De pronto, descubrimos que el Museo Guggenheim era una obra de arte que, además, albergaba obras de arte, aunque gustaba más la cáscara que el huevo, porque lo grandioso ocupa con mayor facilidad el lugar que deja libre la sensibilidad.

Fue el triunfo del Guggenheim convertido de pronto en el motor de la regeneración de Bilbao, el motor del nuevo turismo vasco, el motor de la presencia de Euskadi en el mundo, el motor de la reconversión de una ciudad industrial en una ciudad de ocio y servicios, el motor del impulso de la hostelería y la restauración, el motor de... Mucho motor, ¿no? Una especie de Gran Torino, de vellocino de oro, de momia que esconde un tesoro que alivia los males de todos, la penicilina de una ciudad y un país griposos.

En los últimos años sólo he oído hablar del impacto económico del Museo Guggenheim en la villa, en el territorio, en el país. Del impacto económico incluidos también alguna rapiña y algunos casos de mala gestión, quizás porque el arte y el dinero han tenido estrechísimas relaciones.

Se oye hablar de cómo sube o cómo baja el número de visitantes por países, en una suerte de nueva geografía humana vista siempre desde la atalaya de la economía. Y pasado el tiempo nos vemos con el mismo debate: la política y la economía predominando sobre el arte y la cultura, esta vez, eso es cierto, con la ecología al fondo, como un avatar de los nuevos tiempos. No sé lo que pensarán los políticos actores de esta secuela, pero a mí me parece que, por un lado, al Guggenheim 2 se le conceden demasiados poderes, se le convierte en embajador plenipotenciario capaz de convertir en riqueza todo lo que le rodea. Y no es para tanto. No deja de ser un museo para disfrute de los amantes del arte al que se le quiere convertir en icono turístico de los que no aman el arte. Y me parece, por otro lado, que la respuesta al Guggenheim de Urdaibai se antoja un tanto urgente, precipitada, sin el debido análisis, sin las debidas conversaciones previas, sin la debida mesura que se supone que rodea a una sala de arte, por grande que sea. Vamos, que no parezca que a unos les da igual lo que guarde ese nuevo edificio emblemático, con tal de tener el edificio emblemático, y a los otros sólo les preocupa el impacto del cascarón. Conviene, pues, alejar este debate de bravuconadas absurdas y concesiones milagrosas. No, el Guggenheim no es un milagro, es una realidad y la realidad la hacemos las personas día a día. Los milagros no existen, ni siquiera el famosísimo milagro alemán. Y aquél sí que lo parecía...

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