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Las consecuencias del temporal
Columna
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Un buen espectáculo

La tarde de una víspera de Reyes, hace ya algunos años, pretendí viajar en tren y, con la ciudad partida en dos desde hora muy temprana y desde Princesa a Las Ventas, me fue imposible cruzar de un lado al otro de la Cibeles para alcanzar Atocha. Creo que fue aquella la única vez que maldije la cabalgata de los Reyes Magos. Naturalmente, a pesar de haber tomado la previsión de salir pronto de casa, perdí el tren, como otros muchos. Pero ni siquiera el sofocón que me supuso logró ponerme en contra de una celebración que está entre los más dignos y justificados festejos públicos de esta Villa. Las calles de Madrid, que son tomadas con frecuencia por casi todos, movidos por las tribulaciones, los desencantos, los fanatismos o las devociones, sólo una vez al año son ocupadas por los niños, llamados por la fantasía y la ilusión.

La cabalgata de Reyes supone una nueva imagen de la ciudad que se ha ido imponiendo

Pero el día en que perdí el tren por culpa de la cabalgata no sabía aún lo que había cambiado el desfile madrileño de los Reyes Magos. Sería un año después, viendo desde el extranjero por el canal internacional de TVE el atractivo espectáculo en el que se había convertido la llegada de sus Majestades, sorprendidos por su calidad los amigos italianos que me acompañaban, cuando caí en la cuenta con satisfacción de que Madrid había transformado, además de su rancia luminaria navideña, su vieja procesión del 5 de enero. Y me alegré, no sólo por los niños y por su fiesta, también por lo que suponía una nueva imagen de la ciudad que, a pesar de todos los pesares, se ha ido imponiendo. Hasta tal punto que surgen ahora voces nostálgicas, que añoran convencionalismos superados y viejos estereotipos navideños, con prejuicios religiosos, ideológicos y estéticos, que permiten valorar los cambios positivos a quienes no los hayan advertido. Y, por cierto, entre los cambios está también el nuevo recorrido de la cabalgata: ya no parte la ciudad como la partía e impide que la gente, en muchos casos hombres y mujeres de negocio que van y vienen, pierdan el tren o el avión por culpa de los Reyes Magos.

Al espectáculo pueblerino que en otro tiempo era la cabalgata madrileña, en comparación con las de Barcelona, Sevilla y otras ciudades, a las que se les imprimían detalles de imaginación y buen gusto, tan contrarios a la rutina de aquí, suceden ahora los alardes de modernidad que Madrid le otorga a su desfile de carrozas con un eficaz ejercicio implícito de pedagogía estética. Así que tanto mejor para nuestros críos y para cualquier madrileño que disfrute, como este año, igual que un niño, con héroes de Julio Verne o con músicos exóticos de India o de Europa del Este; con la evocación de Bombay, Hong Kong, Yokohama, San Francisco o Nueva York y sin que falten saltimbanquis, duendes, jirafas o elefantes, ni alegre teatro callejero con animadas pantomimas. Pero la fiesta de los Reyes, llena de luminarias sugestivas, es en Madrid juego y aprendizaje. Y lo es tanto para el encuentro de las culturas, que ha inspirado la cabalgata de la semana pasada, como para el fomento de la memoria de la propia ciudad y el desvelo en los niños del interés por ella. Que los 100 años de la Gran Vía llevaran en la cabalgata reciente al recordatorio de la avenida de 1910 con algunos de sus edificios más representativos ha sido, sin duda, oportuno.

Esto es enseñar y otra cosa adoctrinar. Y verán por qué lo digo: Madrid no sólo tiene esta cabalgata principal, sino que por sus distritos se prodigan esfuerzos de los vecinos por dar a sus niños el placer de la fiesta. Es variable la calidad de esos desfiles más modestos, pero que uno sepa hasta ahora no se había dado un intento de manipulación de las criaturas y una irrupción tan obscena en el ámbito de la inocencia como la de la carroza antiabortista que la asociación Derecho a Vivir exhibió entre los niños de Chamartín. A sus organizadores les sorprende que irriten los lemas inocentes de su provocación y manifiestan su extrañeza con descarado cinismo, pero ya me dirán si con independencia de la idea que tengan de la vida o de la muerte, o la premeditada mentira sobre el instinto criminal de los otros que fecunda su fanatismo, recordar a los niños algo tan obvio como "No existe el derecho a matar, existe el derecho a vivir", viene a cuento, o es una utilización perversa y sin escrúpulos de la fiesta de los niños para confundirlos, adoctrinar a los mayores y hacer política.

Se trata de una anécdota, aunque anécdota siniestra de los aguafiestas de la convivencia, pero Madrid, como España, está sobrado de peligrosas anécdotas de este tipo y en todo caso hay anécdotas que dan más asco que otras; aquellas en las que hay niños por medio son de lo más pestilente.

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