Corregir desaguisados de 1987
Si algún reproche cabe hacer a la decisión del Gobierno catalán de sacar adelante las leyes de las veguerías, de la región metropolitana de Barcelona y la ley electoral, es haber tardado demasiado en ponerse a la labor. Le quedan menos de 10 meses de legislatura para lograrlo, porque sería un fracaso inaceptable que, por lo menos las dos primeras, no se aprobaran en esta legislatura.
Es de sobra sabido que el debate sobre la organización territorial de Cataluña afecta a intereses locales en algunos casos contradictorios. Pero el asunto ha sido suficientemente calibrado desde todos los puntos de vista, se le han dado ya todas las vueltas imaginables y lleva ya demasiado tiempo como asignatura pendiente como para que la actual mayoría de gobierno pueda permitirse el lujo de terminar su segunda legislatura sin afrontarla y resolverla.
Sería un fracaso inaceptable que el tripartito terminara su segunda legislatura sin aprobar la nueva división territorial
La autonomía de Cataluña le permite por segunda vez desde 1979 tomar decisiones importantes sobre su organización territorial político-administrativa y la particularidad de este segundo intento es que puede corregir, por lo menos en parte, los errores del primero, el realizado en 1987 por un Gobierno de Jordi Pujol. Los consejos comarcales instaurados entonces subsisten sin pena ni gloria, sin haber aportado soluciones que no pudieran haber venido de las diputaciones o de las veguerías. Pero si los consejos comarcales han resultado irrelevantes, la supresión de la Corporación Metropolitana de Barcelona, decidida también en 1987 por Jordi Pujol, ha resultado funesta. Cataluña ha carecido durante más de dos décadas del instrumento de gobernación local que su capital necesitaba. Son los años en los que ha tenido que contemplar, inerme, cómo Madrid le tomaba más y más delantera en tantos y tantos aspectos.
Pujol sentenció en 1987 que Cataluña "no es una diarquía", lo que en su proyecto político significaba, simplemente, que Barcelona debía carecer de poder político, no fuera a restárselo a él. En cambio, planteó la división comarcal como expresión del auténtico espíritu de Cataluña. Ahora sabemos que los consejos comarcales han servido para ocuparse del transporte escolar, recuperar algunos edificios históricos para convertirlos en sus sedes, señalizar algunas rutas turísticas y poca cosa más.
El resultado de aquellas opciones tomadas por CiU hace 22 años es que el actual Gobierno tiene en sus manos, todavía, la necesidad de articular una división territorial más funcional, con un tamaño más adecuado a la realidad de la demografía y las comunicaciones, y la posibilidad de simplificar la superposición de niveles administrativos. Y por lo que respecta a la metrópoli barcelonesa, la oportunidad de deshacer el entuerto perpetrado por Pujol que tan caro ha pagado Cataluña: la minimización consciente, voluntaria, de su capital como urbe con peso suficiente para figurar en los mapas del mundo, para competir en la era de la globalización.
Otra cosa es la ley electoral. El buen sentido político aconseja aprobarla con el consenso del principal partido de la oposición si se quiere que dure. La ausencia de ese consenso podría justificar que no se aprobara con la sola mayoría de gobierno.
Respecto a la ley electoral, hay que tener en cuenta también, sin embargo, que su principal justificación, lo que la hace necesaria, es corregir la desigualdad del valor del voto que produce el sistema provisional aplicado desde 1980. Esta desigualdad reduce a una tercera parte el valor del voto de los ciudadanos de la provincia de Barcelona respecto al de los de la provincia de Lleida. Es un sistema que maximiza los resultados electorales de CiU en Lleida y minimiza los de la izquierda en Barcelona. Así de sencillo.
El consenso o su ausencia dependen, pues, en este caso no de la voluntad del tripartito de la izquierda, sino de que la derecha acepte perder una posición de ventaja lograda en 1979 por lo que al año siguiente, en las primeras elecciones autonómicas, se reveló como un suicida exceso de confianza de los dirigentes socialistas de entonces en la victoria.
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