"En Rosarno sólo nos quieren matar"
Cientos de inmigrantes se escapan de la violencia racista en el sur de Italia - "Les quitamos el hambre y ellos nos pagan destrozándonos el pueblo. ¡Qué se vayan!", dice un vecino
Rosarno, un pueblo de 15.000 habitantes en Calabria, cuyo Ayuntamiento fue disuelto el año pasado por infiltración mafiosa, sigue viviendo en medio de una tensión muy alta y de aislados ataques racistas. Cientos de inmigrantes abandonaron ayer el pueblo en los autobuses proporcionados por la Protección Civil después de 48 horas de revuelta y disturbios.
Aterrorizados, y sin saber a dónde van, los temporeros de la mandarina cuentan que no pueden soportar el racismo y el sufrimiento. "No nos dejan trabajar, y encima nos atacan y sólo nos quieren matar", dice Steve Johnson, un liberiano de 16 años, mientras prepara su mochila y se dispone a subir a uno de los autobuses.
Los inmigrantes que trabajan en esta próspera región de Calabria, dominada por la organización mafiosa de la 'Ndrangheta, vivían en una vieja fábrica de aceite. Las tiendas de campaña individuales, colocadas unas junto a otras. Sin agua, sin luz, sin baños. Algunos dormían en cisternas al aire libre, oscuras y angostas, prácticamente sin respiración. Los temporeros soportaban estas condiciones a cambio de 25 euros diarios a jornada completa.
"Es una guerra de pobres contra pobres", dice el cura Carmelo Ascone
En total había unos 2.500 hombres, procedentes la mayoría del área subsahariana, y tenían que quedarse hasta que acabara la temporada, en marzo. Algunos cuentan con permiso de residencia, otros tienen estatus de refugiados políticos y muchos son clandestinos. Ayer por la mañana, pese a la masiva presencia de la policía y los carabinieri, los vecinos de Rosarno siguieron atacando a los que estaban escondidos en los campos. De ellos, 10 lograron huir de una caseta aislada después de que un grupo de vecinos la incendiaran con gasolina, según explicó Laura Boldrini, portavoz de la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) en Italia.
El padre Carmelo Ascone, don Memè, párroco de Rosarno, explicó que la gente del pueblo no es racista, "salvo algunos jóvenes cretinos e ignorantes". "Es una guerra de pobres contra pobres, porque aquí no hay Estado. Aquí manda la 'Ndrangheta", dice Ascone. A 100 metros de la fábrica donde los inmigrantes esperan para iniciar la huida, un grupo de unos 60 vecinos vigila. "Les quitamos el hambre y ellos nos pagan destrozándonos el pueblo. ¡Qué se vayan a su casa de una vez estos negros!", dice Gino Barreca, empleado municipal. Sus compañeros están armados de palos de madera y hierro. Cerca, en mitad de la carretera que lleva a la fábrica, dos furgonetas de los carabinieri impide el paso a los vecinos. Un poco más allá está el infierno.
El otro dormitorio de los explotados está en el centro del pueblo. Fue desalojado en la noche del viernes tras una jornada de guerrilla urbana que dejó un balance de 40 heridos, tres de ellos graves. En el viejo almacén de cítricos, pestilente y abandonado, se hacinaban 300 personas durmiendo casi a la intemperie y compartiendo 10 baños químicos.
La belleza de los campos de Calabria se convirtió en unas horas en el escenario de una cacería. "La convivencia ahora no es posible", dice el cura don Memè, "Pero estos pobres desesperados volverán. Tienen hambre y no saben dónde ir". "Tenemos más miedo que hambre", cuenta Petit Dennice, jefe de un grupo de trabajadores que llevaba dos semanas recogiendo mandarinas. "Rosarno es la mafia", añade. "Así que me voy a Nápoles". Pero en Nápoles también hay mafia. "Sí, pero esa mafia es buena. No hemos venido aquí para peleas". Ferdinando y Massimo, dos jóvenes capataces italianos, han vuelto al campo porque la crisis les ha empujado al paro. Hoy son los únicos que trabajan. Con ellos hay una cuadrilla de búlgaros, rumanos y marroquíes. "Los africanos son buena gente, pero no se quieren integrar", dicen los jefes. "Los búlgaros se alquilan una casa por 200 euros y se quedan a vivir. Aquí no somos racistas, somos todos iguales", dicen. Pero los africanos ganan menos.
Pasquale Giovinazzo, un propietario de tierras que ha venido a pagar sus deudas con los temporeros africanos, cree que toda la culpa es de la crisis de la agricultura. "Cobramos el kilo de mandarina a 20 céntimos y es verdad que les pagamos menos, pero es porque trabajan menos y no tienen la misma profesionalidad y experiencia que los otros".
La portavoz de ACNUR en Italia ha visitado a los heridos. Cuenta que hay tres inmigrantes hospitalizados, uno de ellos la víctima que provocó el estallido de rabia de sus compañeros. "Salía de hacer la compra del supermercado, cuando unos jóvenes del pueblo le dispararon en el bajo vientre con una pistola de aire comprimido", explica Boldrini. Los otros dos tienen disparos en las piernas, y uno de ellos recibió el impacto de más de 50 balines.
Algunos inmigrantes, que recorren el país buscando su jornal, han abandonado el pueblo por sus propios medios, en coches o trenes. Con el miedo en los ojos, cuatro muchachos de apenas 20 años están sentados en la estación de ferrocarril de Rosarno, esperando al tren. Les escoltan varios policías, pero nadie podría asegurar que vayan a tener, a partir de ahora, en otro lugar, una vida segura. En el bar, el camarero le dice a una gitana: "Italia para los italianos, y al que no le guste, a su casa".
¿Adónde irá Steven?
Steven Johnson, liberiano de 26 años, llegó a Europa en julio de 2008. Menos de dos años después dice que estaba mejor en África. "Esto es demasiado sufrimiento. Es insoportable. Salí de mi país siendo un niño en 1994. Había guerra y decidí irme a Nigeria. Estuve allí dos años y después me marché a Libia. Allí pasé 10 años más. Soy cristiano y oí que los italianos recibían a los refugiados políticos. Así es que vine aquí para salvar mi vida. Llegué en un barco a Lampedusa y me ingresaron durante seis meses en un centro de acogida en Crotone (Calabria). Ahora sé que nadie me protege. Vivo como una oveja: duermo donde puedo y como lo que puedo. Vine a Rosarno a buscar trabajo hace cinco días, pero los chicos del pueblo me atacaron y me pegaron. Ahora hay que marcharse, pero no tengo a nadie; no tengo dinero. Ahora sé que Italia es un país racista y ya no quiero quedarme aquí, pero no sé dónde está mi familia". Johnson es uno de los 2.000 temporeros que vivía en condiciones de degradación absoluta en la fábrica de aceite abandonada llamada Opera Sila. De los cinco días que ha estado aquí sólo ha trabajado uno. Ganó 25 euros cogiendo mandarinas, tras trabajar una jornada de sol a sol. "Me duele todo el cuerpo. Tengo miedo. Si no me matan antes creo que voy a volver a África. Hace mucho que salí de allí, pero no creo que esté tan mal como esto".
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