Agentes y señorías

En mis primeros años, los últimos del franquismo, sólo existía una cosa en el imaginario colectivo español que infundiera tanto temor como un tricornio acharolado. No era la muerte, sino un uniforme gris. Aún recuerdo un protocolo físico, automático, que consistía en encoger los hombros, bajar la mirada, y aplicar el consejo que la mayoría de los padres daban a sus hijos cuando empezaban a andar solos por la calle: tú, de entrada, si te dice algo, llámale "agente", no se vaya a mosquear...
La alegría que nos llevamos al ver venir a la Guardia Civil cuando el coche nos ha dejado tirados en la carretera, representa una de las grandes conquistas de la democracia española. Por eso produce más tristeza que pasmo la impresión de que aquella alarma universal se haya trasladado, en los últimos tiempos, a una institución creada para proteger a los ciudadanos de, entre otras cosas, los excesos de las fuerzas represivas del Estado.
Hoy por hoy, nada en España da más miedo que un juez, tanto cuando condena -a la cárcel, a periodistas por publicar informaciones veraces-, como cuando opina -que es lástima que un marido que acaba de matar a su mujer se suicide, siendo tan abundantes las falsas denuncias por maltrato-, y no digamos ya cuando se colocan, todos ellos como un solo hombre, de espaldas a la sociedad, para respaldar a ciegas los errores, por acción u opinión, de sus compañeros.
Los jueces deberían reflexionar sobre el descrédito de su profesión, porque su relevancia va mucho más allá de ellos mismos. El Gobierno y la oposición deberían asumir sus culpas en el estancamiento de los órganos judiciales, aunque eso no baste como coartada. Y los demás, si esto no cambia, tendremos que acostumbrarnos a añadir, al darle a los niños las llaves de casa: y tú, si ves una toga, de entrada, llámale "señoría", por lo que pueda pasar...
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