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Columna
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El sistema

Carlos Boyero

Desde que la imaginación y los datos del gran Le Carré decidieran clausurar el Circus, para llanto y quebranto de tantos lectores que vivíamos mejor con la compañía literaria de Smiley y de Karla, nadie ha escrito con tanta inteligencia, complejidad y mala leche sobre el tenebroso ajedrez mental de la guerra fría que Robert Littell en la devorable novela The Company. Mi personaje favorito, ese grosero Torriti que dirige la CIA en Alemania, indesmayable bebedor de alcohol peleón sin que ello oscurezca su intuición ni su febril rastreo, está convencido de que los bárbaros están a punto de derribar las murallas de Occidente y que sólo los patriotas que integran su organización podrán evitarlo. El derrumbe del comunismo le afianzará en la ilusión de que los suyos ganaron esa guerra invisible, pero el camino ha sido una sucesión de fracasos, desde la abortada revolución de Hungría hasta la desastrosa invasión de Bahía Cochinos. El KGB tenía los mejores topos, el supremo poder de la información, el conocimiento anticipado de los movimientos del enemigo.

Que el planificado infierno del 11-S se convirtiera en algo real sería una razón inaplazable para que los responsables de la seguridad de Estados Unidos se hicieran el haraquiri. Fueron dignos de su jefe, del temible idiota Bush. Pero que perseveren en su surrealista ineptitud ha logrado que Obama llegue a la tragicómica conclusión, compartida por los moradores del limbo, de que el sistema no funciona.

La historia parece un chiste macabro. Un banquero keniata (¿cómo serán los banqueros keniatas?) avisa a la CIA, FBI y demás despistados guardianes del imperio de que su freudiano cachorro lleva tiempo zumbado, que en nombre de Alá está dispuesto a inmolarse descuartizando infieles. Les aconseja que le tengan localizado para evitar desastres. Al parecer, no hacen ni puto caso a la profecía del padre chota, se la guardan celosamente en el forro de sus genitales y no la comparten con los envidiosos colegas. El pavo se coloca una bomba, sortea los presuntos controles del aeropuerto y falla en la escabechina por inútil y por la emulación de Harrison Ford que hacen algunos pasajeros. Resultado: a partir de ahora, todos en bolas a través del escáner cada vez que intentemos pillar un maldito avión. Los exhibicionistas están felices.

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