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Columna
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Aporías de la nueva década (1)

La palabra "aporía" se define en el diccionario Casares como "estado de incertidumbre o duda". Otras veces, en el mundo matemático se ha usado la aporía como una situación a la que se llega cuando un problema planteado no halla solución.

La Gran Depresión de 1929 planteó una formidable aporía. El Estado que se proclamaba económicamente neutral y lo manifestaba a través de sus presupuestos de déficit cero se halló en la tesitura de romper ese principio sagrado para afrontar las consecuencias mundanas de un desempleo desconocido. Los temores a la agitación sindical y el auge de los partidos marxistas no parecían infundados si se tenía en cuenta la conjunción del fuerte empobrecimiento proletario y el ejemplar escaparate, entonces en apariencia brillante, del comunismo en la URSS.

¿Qué suceso podría estrenar otra etapa que condujera a un avance estable en el bienestar?

El Estado, en fin, abandonó su doctrina, su sagrada doctrina inspirada en el perfecto orden del Universo que habían trasladado a las creencias generales, tanto la ciencia económica como la física newtoniana, y pecó. Impulsada la Hacienda norteamericana por el keynesianismo y el miedo cerval a la revolución obrera, pecó. Deshizo la paridad entre ingresos y gastos, despilfarró, dio lasitud al gasto y, como en el Plan E de Zapatero, sembró de dinero público el sistema, fuera para pintar farolas, para alquitranar vías o ensanchar aceras.

De ese modo, puso dinero en el bolsillo de los más desamparados y, con ello, además de paliar su ánimo subversivo, les brindó una capacidad de compra que beneficiaría la facturación de las empresas y evitaría, en mayor o menor grado, que el desbordante aumento del paro agigantara la calamidad.

Tal como ha ocurrido ahora con el Plan E, los desempleados disminuyeron en los primeros meses, pero más tarde, puesto que nada fundamental se había corregido, regresaron las altas cifras de desempleados. ¿Qué hacer?

No se sabía qué hacer, tal como ahora traslucen los llamados líderes. Fue el estallido de la II Guerra Mundial y la frenética actividad de la industria armamentística y no armamentística en Estados Unidos proveyendo al país y a Europa la que procuró el incremento de puestos de trabajo y, años después, el pleno empleo.

Las espléndidas dos décadas que vivió Estados Unidos y, como derivación Europa, tras la II Guerra Mundial, fueron paradójicamente el efecto de la muerte: la muerte de 60 millones de personas y la devastación de la industria europea aportó dos benefactores efectos. De una parte, la destrucción de la maquinaria obsoleta en Alemania, Inglaterra o Francia permitió instalar tecnologías de nueva generación que, además, contrariamente a lo que siempre había sucedido, no echó obreros a la calle. Los obreros se hallaban de antemano diezmados por la gran matanza y hallaron su puesto en la nueva producción.

Complementariamente, el gran desarrollo de la actividad económica incrementó la recaudación fiscal y los déficits públicos pudieron enjugarse en poco tiempo.

La Guerra provocó pues el milagro del mayor desarrollo de la sociedad y de la clase media, recordados como los de mayor bienestar occidental. Pero ahora, sin embargo, sin guerra a la vista -aunque el futuro es hoy un tiempo a temer-, sin ferviente aumento de la actividad económica y sin una reducción del mercado de trabajo sino al revés, la cuestión es esta aporía que se mantiene en pie: ¿Cómo resolver el problema internacional del gran déficit público, con sus consecuencias crediticias, y la amenazante tasa de desempleo? ¿Qué suceso podría estrenar otra etapa que, en el orden social, en el orden moral o en el económico, condujera a un avance estable en el bienestar de la Humanidad?

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