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Columna
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Rescoldos del pasado

La historia es como un cedazo que atrapa algo de lo que fluye a través de él, pero que deja escapar mucho más. Nos consolamos pensando que ese "algo" es lo más importante, aquello que influye poderosamente en el comportamiento de una sociedad. Pero ¿y la "materia prima", la base sobre la que se sustenta "lo importante"? Conocemos, por ejemplo, mucho de la vida y obra de Santiago Ramón y Cajal, pero ¿qué sabemos acerca del alimañero que en Madrid le surtía de, como él mismo recordó, "culebras, lagartos, mochuelos, cornejas, lechuzas, gallipatos, salamandras, pecas, truchas, etcétera, vivos", con los que pudo avanzar en sus investigaciones?

Afortunadamente, la memoria de algunas de esas humildes piezas de la historia sobrevive y podemos hablar del papel que desempeñaron en el magma informe que es el pasado. Y lo hacemos con alegría, porque la mayoría nos reconocemos en ellos. A nadie sorprenderá que la desmemoria histórica se haya cebado en las mujeres; especialmente en la ciencia, porque para contribuir a ella es muy conveniente acceder a la educación superior y éste fue un privilegio que se les negó hasta no hace demasiado. Olvidando esta explicación tan elemental, viene estando de moda hablar de "ciencia y mujeres", afanándose los interesados en buscar figuras olvidadas, no siempre con el rigor requerido: en cierta ocasión una corporación local levantina produjo una nómina de científicas famosas entre las que se encontraba el matemático (varón y muy barbudo, por cierto) Sophus Lie. Tal vez pensaron: "Sophus, esto es, Sofía". Es tarea imposible la de modificar el pasado; lo factible, lo necesario, es cambiar, para lo que no nos gusta, el presente y así condicionar el futuro.

Viene esto a cuento, a propósito, de la publicación de un libro que se ocupa de una mujer que, desde una humilde posición secundaria, dejó huella en la astronomía: Henrietta Swan Leavitt (1858-1921). Descubrió un instrumento precioso para determinar distancias en el cosmos: una relación entre luminosidades y los periodos de la variación de éstas en un tipo de estrellas, las Cefeidas. Y lo hizo desde la trastienda, contratada -mano de obra barata- por el Observatorio de Harvard para la ingrata tarea de medir datos de placas fotográficas. De aquella jungla de números extrajo una ley que permitió a Edwin Hubble descubrir que el universo se expande.

Procuro hablar a mis estudiantes de Leavitt, así que al saber de este libro fui a él. Quería saber más, algo, de su biografía personal y profesional. Reavivar un rescoldo enterrado por el paso del tiempo. Antes de Hubble. Miss Leavitt, que así se llama el libro, me ha enseñado algunas cosas de astrofísica, pero de la vida de Leavitt pocas. No porque el autor haya hecho un mal trabajo, sino porque de su rastro apenas quedan trazas: unas cartas olvidadas en un archivo (la mayoría relacionadas con las épocas que dejaba su empleo, por mala salud o para cuidar de familiares) o datos de antiguos censos. Únicamente sobrevive la memoria de su trabajo... que otros explotaron. Es cierto que se puede argumentar que lo que importa es el producto final, lo que se pone en manos de "la posteridad" -expresión que no me gusta nada: ¡cuántas injusticias se han cometido en su nombre!-, pero me hubiera gustado saber más de ella. Del ser humano, no sólo de la obra.

Antes de Hubble. Miss Leavitt. George Johnson. Antoni Bosch Editor. Barcelona, 2009. 181 páginas. 18,50 euros.

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