¿Conferencia de Presidentes?
La Conferencia de Presidentes celebrada el pasado lunes en el Senado terminó en un sonoro fracaso. En esta valoración coinciden de forma unánime todos los actores políticos y los medios de comunicación, aunque discrepen sobre las causas que condujeron al fiasco. Unos ponen el acento en la escasa preparación de la cumbre y en la falta de propuestas concretas por parte del Gobierno, otros en la apriorística decisión del PP de evitar cualquier acuerdo que pudiera darle un balón de oxígeno al Ejecutivo. Sin ninguna duda todos estos factores han influido en el lamentable resultado del cónclave autonómico.
Pero hay también razones de fondo que explican este fracaso y que conviene realizar con perspectivas de futuro. En efecto, en un breve periodo de tiempo, España ha pasado de un Estado fuertemente centralista a ser uno de los países más descentralizados de Europa. La transformación ha sido tan espectacular que el Estado ya no puede ser gobernado sin tener en cuenta a las comunidades autónomas, que disponen de instituciones representativas propias, no dependientes del poder central, ejercen competencias políticas y administrativas que incluyen el poder legislativo sobre numerosas e importantes materias y gestionan cerca del 40% del gasto público del país. Todo ello genera importantes disfunciones, algunas muy evidentes desde hace mucho tiempo.
Una de las causas de la tensión es que pervive la vieja cultura centralista que contradice la realidad
Pero sin duda una de las causas del conflicto y tensión permanente que vive el Estado es la pervivencia de la vieja cultura centralista en absoluta contradicción con la nueva realidad institucional del país. Contradicción que afecta de forma especial a los grandes partidos políticos -a unos más que otros, desde luego- que cotidianamente dan muestras de su incapacidad para adaptarse a la distribución territorial del poder que consagra la Constitución Española. Esto explica que el PP y determinados sectores del PSOE confundan a menudo las instituciones autonómicas con simples delegaciones de la Administración central, cuando no con terminales políticas en sus respectivos partidos.
Esa trasnochada concepción del Estado está presente cuando Zapatero, en vez de preparar con tiempo suficiente la cumbre trabajando con todos los presidentes autonómicos, se reúne el día anterior exclusivamente con los dirigentes socialistas que ostentan el cargo de presidente autonómico. Esa misma idea del Estado la comparten Mariano Rajoy cuando impone a los presidentes populares el guión que deben defender en la cumbre autonómica, o la secretaria general del PP, Dolores de Cospedal, cuando afirma que pese a las discrepancias con el Gobierno están dispuestos a asistir a la reunión. Pero, quiénes son Rajoy y Cospedal, constitucionalmente hablando, para tomar una decisión que sólo corresponde a los presidentes de los diferentes gobiernos autónomos, en función de los intereses de los ciudadanos que institucionalmente representan, y en tanto que representantes ordinarios del Estado en sus respectivas comunidades autónomas. Y esa misma visión ha demostrado tener Núñez Feijóo, cuando ha abdicado de sus funciones como presidente de la Xunta para asumir el papel de portavoz y ariete del PP contra el Gobierno en esa reunión, subordinando, una vez más, los intereses de Galicia a la estrategia política de su partido y a sus propios intereses personales, por todo lo cual deberá dar cumplidas explicaciones ante el Parlamento de Galicia.
Estos son los motivos por los que después de casi treinta años no ha sido posible realizar la reforma que convierta al Senado en una Cámara de representación autonómica, tal como contempla el artículo 69 de la Constitución. Y esta es también la causa que ha impedido el establecimiento de un marco legal que regule la participación de las comunidades autónomas en el proceso de construcción europea, tanto en la formación de la voluntad del Estado ad extra, como en la ejecución de la normativa comunitaria ad intra. Por eso ha sido imposible renovar el poder constituyente y aun desarrollar el mandato constitucional.
Con semejantes antecedentes no debe extrañar que la Conferencia de Presidentes se haya convertido en un sucedáneo de debate parlamentario entre fracciones políticas con el fin de desgastar al adversario, confirmando, más allá de las exigencias de coyuntura, que los partidos políticos no se han adecuado a la radical transformación del Estado. Por eso, además de constatar el fracaso, cabe preguntarse si el lunes tuvo lugar una verdadera Conferencia de Presidentes.
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