¿Crucifijos sí y minaretes no?
Con palabras proféticas escribía Oriana Fallaci en La rabia y el orgullo: "Nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que pretenden cambiar nuestro sistema de vida, nuestros principios (...) En Italia, en Europa, no hay sitio para los muecines, minaretes, los falsos abstemios, el maldito chador y el aún más jodido burka". El 57,7% de los votantes suizos ha dado la razón a la escritora y ha optado por la prohibición de la construcción de nuevos minaretes.
Dos semanas antes, el cardenal Bertone, al comentar la polémica sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que considera que la presencia del crucifijo en las escuelas públicas italianas constituye una violación de los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones, y de la libertad religiosa de los alumnos, señaló: "Esta Europa del tercer milenio sólo nos deja las calabazas de Halloween y nos quita los símbolos más queridos". Idea compartida por las autoridades italianas y reforzada por la Conferencia Episcopal italiana que afirmó en comunicado de prensa que el crucifijo no es sólo un símbolo religioso, sino también cultural y un signo fundamental de los valores religiosos en la historia y la cultura italiana. Y el portavoz vaticano, padre Federico Lombardi, entre otras consideraciones, añadió que "la religión es un componente esencial de nuestra civilización; por este motivo, es equivocado y miope querer excluirla de la realidad educativa".
El mensaje suizo de exclusión y el italiano de imposición están lejos del europeísmo inclusivo y plural
¿Existe alguna similitud entre el voto suizo y la actitud de las autoridades italianas y la respuesta de la iglesia católica italiana? Sí, ninguna favorece la convivencia pacífica entre religiones y culturas. En el país helvético temen por el peligro abstracto de "la islamización del país" -según Walter Wobmann, presidente del comité Sí a la prohibición de los minaretes- y en tierras italianas se teme por la pérdida de la identidad italiana vinculada a la religión católica mayoritaria. Ambas situaciones nos dan una oportunidad para ajustar los criterios europeos de justicia y ocasión para reflexionar sobre el concepto de ciudadanía europea.
La idea de justicia está asociada al respeto de los derechos fundamentales y a la idea de igualdad como paridad. La prohibición de construir minaretes vulnera directamente, entre otros, el derecho fundamental de manifestar la religión mediante el culto o la libertad de expresión, derechos ampliamente reconocidos en los tratados internacionales ratificados por Suiza. Limitar el ejercicio de un derecho fundamental por razones imaginarias y potenciales significa un retroceso muy grave en las garantías democráticas. Apoyar socialmente esta iniciativa es legitimar los discursos del peligro islámico que estereotipan el islam como religión violenta y desestabilizadora. La campaña a favor del sí mostrando los minaretes (sólo existen cuatro en toda Suiza), junto a una mujer velada, en forma de misiles confina a los musulmanes suizos a un estado de barbarie sospechosa y terrorista. Desde luego esta discriminación y expulsión de la esfera pública no es la mejor manera de cohesionar una sociedad.
Tampoco fortalece la convivencia entre los diferentes credos -y no credos- en la escuela pública si las autoridades estatales optan por un símbolo religioso de una determinada confesión. Nadie duda del significado cultural del crucifijo, como tampoco se cuestiona la importancia de los valores cristianos en la historia constitucional europea, pero la cruz es, ante todo, un símbolo cristiano. Y desde la óptica de los derechos humanos su prohibición en la escuela pública tendrá sentido, atendiendo al contexto concreto, cuando el símbolo sea lesivo para las creencias de algunos alumnos. La libertad negativa del alumno significa el derecho a mantenerse alejado de actos de culto o símbolos propios de una religión que no se profesa. Esto no quiere decir que el menor tenga el derecho a no ser expuesto a ningún símbolo religioso. Al contrario, la escuela es un espacio vital para la manifestación de la pluralidad y la diferencia, como lo es la sociedad en general. Pero existe una diferencia sustancial entre la muestra de un símbolo religioso como decisión de la autoridad pública o como consecuencia de una decisión individual. El Estado no puede identificarse con ninguna opción religiosa.
La laicidad europea debe ser flexible y estar muy atenta a las derivas del laicismo, a las discriminaciones de las minorías religiosas y a las coacciones de las identidades religiosas mayoritarias. Los mensajes de exclusión e imposición, suizo e italiano respectivamente, no pueden estar más lejos del europeísmo contemporáneo que alberga tanto la noción de igualdad como la de diversidad: unidad en la diversidad. El aspecto clave de la ciudadanía europea es construir una ética común abierta a la diversidad.
Tomarse en serio el pluralismo en nuestra Europa significa quitarse los velos de la indiferencia, del rechazo y de las cruces hegemónicas. El ideal de universalidad se construye desde el reconocimiento y desde la equidad, lo cual implica eliminar las interferencias a la libertad y asegurarla respetando e integrando a creyentes y no creyentes. Prohibir e imponer no integra, sino que disgrega, excluye y disuelve los vínculos entre ciudadanos. Este camino no conduce ni a la paz social, ni a una ciudadanía europea inclusiva y plural.
Eugenia Relaño Pastor es profesora de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense.
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