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Lecciones de los dislates en Centroamérica

Jorge G. Castañeda

Nadie salió bien librado de la crisis política y diplomática que final y afortunadamente parece acercarse a su término. Los países que desde antes de la defenestración de Manuel Zelaya el 28 de junio pasado apoyaron su permanencia en el poder -las llamadas naciones del ALBA: Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador, Paraguay, y aunque no formalmente, Argentina- perdieron en toda la línea. Honduras se ubicaba en su columna; ya no. Hugo Chávez podrá alegar lo que quiera, pero se quedó con un aliado menos.

Los países latinoamericanos normalmente más sensatos, pero en esta ocasión arrastrados por Chávez -Brasil, Chile, Uruguay, El Salvador, Guatemala-, también acabaron mal. Basaron todo -la definición de la democracia, el desenlace de la crisis, sus alianzas y deslindes- en la restauración de Zelaya en la presidencia. No lo lograron, ni antes de las elecciones ni después, ni por un periodo respetable o por un lapso pro forma, con sombrero presidencial o sin el mismo. El desempeño brasileño, tan criticado por la prensa paulista, se antoja el más extraño: en el mejor de los casos, Chávez los tomó por sorpresa, introdujo a Zelaya a su embajada, se burló del principio del asilo diplomático, y tampoco les aseguró una salida decorosa.

El caso de Honduras apremia a mejorar el marco jurídico regional en materia de defensa de la democracia
Los brasileños no deberían involucrarse en una zona que desconocen

Los países ajenos a la región -la Unión Europea, Estados Unidos-, y los oriundos de ésta gobernados por mandatarios de centro o de centro-derecha -Colombia, Perú, Costa Rica, México- corrieron con un destino muy parecido el uno al otro. Condenaron con toda razón el golpe de Estado de junio pero, por querer evitar a toda costa un enfrentamiento político-ideológico con el ALBA y Brasil, desistieron de adentrarse igualmente en las causas del golpe, analizarlas y condenarlas también. Aceptaron hacer de la restitución de Zelaya la piedra de toque del retorno a la democracia, y terminaron por avalar sin chistar la tesis aberrante según la cual un gobierno legítimo no puede organizar elecciones legítimas, justas y limpias.

De la misma manera, la aprobó la OEA, que justamente por componerse de muchos gobiernos emanados de elecciones auspiciadas por regímenes autoritarios, debió haberla rechazado. Y por último, Barack Obama, deseoso por un lado de cambiar la imagen, si no la realidad de su país en América Latina, pero maniatado por las vicisitudes de la política interna de su país, terminó como el cohetero: mal con todos. Los Castro, Chávez y Zelaya lo increparon por no imponer una solución a su antojo a fuerza de sanciones, presiones, y negociaciones; los golpistas y sus apoyos en Honduras, en Washington, y en otros países de la región se molestaron por el es

-paldarazo a Chávez que a sus ojos representó la postura norteamericana; y México, Colombia, Perú y Óscar Arias en Costa Rica se encontraron aislados, pasivos y desdibujados. Aunque por lo menos los tres últimos salvaron los muebles: reconocieron la validez de las elecciones a tiempo, sobre todo antes de que el Congreso hondureño rechazara, por una mayoría aplastante, restituir a Zelaya.

Sólo Micheletti y los autores del golpe salen bien parados. Y deben su éxito al error de sus adversarios: colocar la vara demasiado alta en relación a sus posibilidades reales de realización. Existía una buena razón para que la comunidad hemisférica actuara con celeridad, en las horas posteriores al golpe, enviando emisarios de Washington, Brasil y México a Tegucigalpa con un ultimátum claro: regresa Zelaya o arde Troya. Ya después se vería qué hacer con los temores fundados de los poderes fácticos hondureños de que Zelaya se eternizara en la casa presidencial.

A la inversa, existían sólidos motivos para centrarse más en los orígenes del golpe, a saber, la abierta violación constitucional de Zelaya con la llamada cuarta urna y la descarada intervención venezolana y cubana en la supuesta votación del domingo 28. De haber seguido esta vía, la comunidad latinoamericana y Estados Unidos, más que reprobar la deposición de Zelaya, hubieran concentrado sus esfuerzos en la realización de comicios equitativos, conforme al calendario y la Constitución del país. Pero lo que nunca tuvo sentido fue la oscilación constante entre una vía y otra, y el intento infructuoso de combinar ambas. Iba a desembocar en el desastre actual.

¿Qué hacer?, como decía Lenin. Hay varias lecciones que conviene extraer del cúmulo de dislates en Centroamérica. La primera, quizás, es recomendarles a los brasileños que se abstengan de involucrarse en una zona que desconocen, y que no van a comprender por un tiempo.

La segunda consiste, tal vez, en instar a México a cumplir nuevamente su papel en la zona, papel que arrancó desde 1978 con el apoyo de José López Portillo a la Revolución Sandinista en Nicaragua, y que duró hasta el bien intencionado y mal financiado Plan Puebla-Panamá de Vicente Fox. La pasividad mexicana en una región tan afín y tan cercana resulta incomprensible.

En tercer lugar, Obama debe entender que pedir perdón por pecados pasados no constituye un programa de política exterior, ni siquiera en una región tan sensible a los gestos y ritos como América Latina. Estados Unidos ya no puede, ni debe imponer su postura en el hemisferio occidental. Pero tampoco puede resignarse a ser un simple espectador de los acontecimientos, o seguidor de los demás, y mucho menos de un ficticio consenso latinoamericano. La zona se halla más dividida y polarizada que nunca; es imposible complacer a todos, porque existen divergencias reales de intereses e ideologías. Washington debió haber desempeñado un papel de mayor liderazgo en esta crisis, lo cual no significa adoptar el mismo papel de antaño.

Y en cuarto y último término, pero sin duda en primer lugar de importancia, apremia el mejorar, profundizar y fortalecer el marco jurídico regional en materia de defensa de la democracia y de los derechos humanos. Se ha avanzado mucho, desde el llamado Pacto de San José o Convención Americana de Derechos Humanos en 1968, hasta la Carta Democrática Interamericana firmada en Lima el 11 de septiembre del 2001. Pero falta mucho más por hacer.

No sólo es preciso establecer sanciones más claras y robustas contra las rupturas del orden constitucional y las violaciones a los derechos humanos, sino que la convivencia latinoamericana requiere de una definición más clara de estos términos, para determinar cuándo comienza una transgresión, y no sólo cuando concluye. Probablemente sería deseable reforzar instituciones como la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos, y crear un sistema dentro de la OEA de alerta temprana, para poder actuar antes de, y no a la zaga de, sucesos como los de Honduras. Y finalmente, urge buscar un poco de consistencia y constancia: decir y hacer lo mismo, y decir y hacerlo siempre. Ya sería hora que los latinoamericanos nos volviéramos más serios.

Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.

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