El abuso de los pobres
La fiesta ha durado poco. Apenas ha comenzado a desplegarse en nuestro país una política integral de servicios sociales -el cuarto pilar del Estado del bienestar se le ha denominado, junto a la sanidad, la educación y la Seguridad Social-, cuando la corneta toca retirada. "Si no se toman medidas urgentes, será imposible mantener en el futuro el actual nivel de prestaciones sociales", advirtió tajante la semana pasada el diputado general de Vizcaya, José Luis Bilbao, y a partir de ahí se abrió una discusión general sobre la (in)sostenibilidad financiera del gasto social contraído y las posibles fórmulas para costearlo.
Por supuesto que hay que revisar y afinar políticas cuando cambian las circunstancias; y resulta evidente que la recesión económica ha alterado muy profundamente los presupuestos anteriores, hundiendo la recaudación fiscal mientras multiplica las necesidades de atención a los parados, excluidos y dependientes. Sin embargo, sería conveniente un debate abierto, que abarcara todos los ángulos de la cuestión, y no únicamente los dos puntos en los que las diputaciones están haciendo hincapié: la financiación de ese gasto y el supuesto fraude generado por unas prestaciones sociales ofrecidas con la generosidad del tiempo de rosas anterior a la crisis.
Hay que debatir sobre los servicios sociales, pero con todas las cartas sobre la mesa
Existe, ciertamente, el riesgo de que la discusión sobre cómo mantener, y con qué amplitud, el andamiaje de los servicios sociales se aborde con el desorden y la improvisación con que se ha puesto éste en pie, tanto en Euskadi como en el resto de España. Recuérdese cómo hubo, antes de que la crisis se pusiera seria, una alegre carrera entre administraciones a ver cuál era más progresista y reconocía la prestación más avanzada y vistosa, sin importar mucho que así se descuadrara la oferta del sistema general ni calibrar demasiado las cargas comprometidas para el futuro. Quedaba bien.
Cuando el presidente Rodríguez Zapatero se sacó de la chistera la ley de Dependencia, que tantas repercusiones está teniendo en la atención de ancianos y discapacitados y en las finanzas públicas, no estuvo acompañada de la paralela reflexión sobre los cambios en el sistema fiscal que debían sostenerla. Y lo mismo cabe decir de la dadivosa ley vasca de Servicios Sociales de diciembre de 2008, gestada por el socio minoritario del Gobierno tripartito, Javier Madrazo (EB), a cuya aprobación consintió de mala gana el PNV más que nada para no incomodar a Ibarretxe. Con ambas normas se ha terminado de dibujar un modelo de bienestar social a la escandinava, pero con un mercado de trabajo, una disciplina social y un soporte tributario nada parecidos a los de Europa del Norte. Mientras en Dinamarca o Suecia el peso de los impuestos y cotizaciones sociales (lo que se considera presión fiscal total) superaba en 2007 el 48% del PIB, en España se quedaba en el 37,1% y en Euskadi bajaba al 33,7%.
Hasta cierto punto, resulta comprensible que las advertencias sobre la inestabilidad de los servicios sociales provengan de las diputaciones. De la función recaudatoria que les asigna el Concierto Económico los entes forales han extrapolado el sentimiento de que los impuestos que pagan los ciudadanos son suyos y no disimulan su desagrado por el hecho de que otras instituciones más soberanas (las Cortes Españolas o el Parlamento vasco) establezcan derechos que ellas deben financiar y ejecutar en parte. Y, seguramente, el sostenimiento del sistema social obligará al final a crear un nuevo impuesto o a incrementar los ya existentes, como sugirió José Luis Bilbao. Sin embargo, antes sería conveniente debatir con amplitud sobre el conjunto del sistema.
Un enfoque de totalidad implica evitar la peligrosa deriva de señalar como causa principal de las grietas en los servicios sociales el fraude de algunos colectivos en algunas prestaciones. Claro que hay que atajar los abusos y revisar incluso ayudas de inserción social que por sus condiciones pueden estimular a lo contrario, a permanecer bajo asistencia. La quiebra del sistema, sin embargo, no está ahí, aunque pueda resultar muy rentable políticamente señalar a los inmigrantes. Ya decía el humorista Chumy Chúmez en uno de sus viñetas de potentados e indigentes que los pobres suelen ser muy abusones. El desarrollo pendiente de la ley vasca de 2008 brinda a las instituciones vascas y a los demás agentes sociales la oportunidad de abordar en su integridad el problema, puesto que todavía deben aprobarse los planes estratégicos de servicios sociales con su mapa y la correspondiente memoria económica. Además, debe establecerse la cartera de prestaciones y servicios que garantizan las administraciones y la cuota de participación (copago) de los beneficiarios del sistema.
El marco de los servicios sociales se definió en la cresta de la ola de la exuberancia económica, en una alegre puja de ayudas, sin tener en cuenta que todo gasto debe ser financiado y que la oferta de servicios asimétricos no sólo rompe la deseable homogeneidad básica de ese cuarto pilar del Estado del bienestar, sino que causa indeseables carreras de emulación y molestos efecto llamada. Y, sobre todo, el marco se dibujó sin preguntar a los ciudadanos cuánto están dispuestos a pagar por ellos y de qué forma. El debate hay que afrontarlo ahora a contrapelo, cuando los recursos escasean y el populismo actúa a la inversa, pero eso no impide que se pongan sobre la mesa todas las cartas de los servicios sociales y todas las opciones que existen para financiarlos. No sólo las más directas y cómodas.
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