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OPINIÓN
Columna
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Viaje sin retorno

Todos los factores se han dado cita para convertir la situación de Aminetu Haidar -irresuelta en el momento de escribir este comentario- en un caso límite. Esta trágica historia comenzó con la retirada del pasaporte y la expulsión policial de Marruecos de la activista saharaui a su regreso a El Aaiún, procedente de Nueva York vía Las Palmas. Como independentista que antepone su nacionalidad cultural y política a su nacionalidad estatal, Aminetu Haidar se proclama saharaui y no marroquí.

La responsabilidad de Marruecos es evidente: el artículo 13.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que "toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país". Tras el abandono por la España franquista del Sáhara Occidental en 1975 y su ocupación de facto por Marruecos, sólo el referéndum de autodeterminación ordenado por Naciones Unidas -pendiente de celebración- decidirá la suerte final del territorio: la incorporación de iure al reino alauí o la creación de un Estado soberano. Si los campamentos de refugiados de Tinduf resultasen un testimonio insuficiente, la expulsión de Aminetu Haidar prefigura un ominoso futuro para la población nativa si la fórmula anexionista no tuviese como marco un verdadero Estado de derecho.

La deportación de Aminetu Haidar dictada por Marruecos viola la Declaración de Derechos Humanos

El traslado forzoso de Aminetu Haidar desde El Aaiún hasta Lanzarote en un avión español y su internamiento obligatorio sin pasaporte hace sospechar la existencia de connivencias entre ambos Estados para ese viaje sin aparente retorno; la frustrada tentativa de devolverla a Marruecos cuando ya se había declarado en huelga de hambre demostró el corto ingenio de los astutos inventores de la tramposa estratagema diplomática. El ministro de Exteriores ofreció a la deportada el asilo político o la nacionalidad española si suspendía su huelga de hambre; el rechazo de la propuesta provocó la airada y quejumbrosa reacción de un compungido Moratinos.

El caso de Aminetu Haidar ha sacado a la luz la conciencia de culpa de España por el abandono a su suerte de los saharauis y por su contradictoria política sobre la celebración del prometido referéndum; como ocurrió durante la ópera bufa de Perejil, los tradicionales estereotipos xenófobos contra los magrebíes han hecho el resto del trabajo. Ni siquiera han faltado juicios denigratorios contra la activista saharaui por su apelación al ejercicio de la libertad de conciencia y por las motivaciones de su gesto; tal vez algún habitante de Tebas murmurase también que Antígona se pasó en sus fastidiosas protestas por las ganas de chantajear a Creonte y de llamar la atención. En una situación como ésta, ¿debe el Estado asistir impasible a la lenta consunción de un suicidio expiatorio o tomar, por el contrario, medidas para impedirlo? Ese dilema no puede ser resuelto en términos técnico-jurídicos: la protección de los derechos humanos requiere también el decisivo enfoque de la ética política.

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