Es la interdependencia, estúpido
Primer punto: ¿qué tienen en común la crisis del Alakrana, la de Aminetu Haidar y la de los cooperantes rehenes de Al Qaeda? Se dirá que lo que une a todas ellas es que afectan a la política exterior de España, y prueba de ello es que quien las pone rostro es el ministro Moratinos. Aquí el protagonismo de la política exterior, que en algún caso comparte también con el Ministerio del Interior, es indudable. Pero si nos fijamos más atentamente, enseguida nos daremos cuenta de que la solución a cada una de ellas no depende en exclusiva de nuestra política exterior, sino de la forma en la que ésta se engarza a esquemas de colaboración que trasciende la capacidad de acción de la política española. El que los problemas de política exterior encuentren un desenlace positivo depende cada vez más de nuestra capacidad para enhebrarnos a estrategias políticas de más amplio alcance en las que España es un actor más. En un mundo cada vez más interdependiente estas interdependencias necesitan ser gobernadas desde instancias que están más allá de la soberanía de cada Estado implicado. No es posible ejercer la política exterior sólo desde una perspectiva nacional.
Asistimos a una política de vuelo raso, profundamente local, sin más ambición que alcanzar pequeñas victorias
Segundo punto: tanto la crisis económica como la derivada del calentamiento global sólo pueden ser abordadas a partir de estrategias globales. En el primer caso no sólo nos encontramos con la necesidad de una regulación global de los mercados financieros, dependemos también, y esto lo acabamos de experimentar, del modo en que seamos percibidos por las agencias de calificación, como Standard & Poors, o de cómo negociemos con otros actores, estatales o no, diversos campos de interés económico que nos afectan. El caso de Opel puede ser un buen ejemplo a este respecto. Y en lo que se refiere a la crisis ecológica, que afecta a las condiciones de nuestra supervivencia como especie, percibirla desde el enfoque nacional casi mueve a la risa. Podríamos incluir muchas otras cuestiones, como la inmigración, que demuestra que los problemas de los otros son también nuestros problemas y que no hay muro suficientemente elevado que sea capaz de alejarlos.
Tercer punto: cuando los Estados más conscientes de esta situación, los europeos, tienen en su mano la posibilidad de pergeñar de una vez una política exterior común, de designar a alguien que les represente a todos ellos o de renovar o no el cargo al presidente de la Comisión, optamos por seleccionar a quienes muestran el perfil más bajo posible. Cuando nos vemos impelidos a reencauzar el sistema financiero internacional, preferimos acudir a un maquillaje de ocasión más que a una reforma en profundidad. Cuando lo que está en juego es la tierra que se encontrarán las generaciones futuras, elegimos posponer las decisiones que haya que adoptar a un futuro indeterminado o cuestionamos la misma evidencia del calentamiento global. Cuando la convivencia intercultural hace inevitable el entendimiento con el otro, nos reafirmamos en nuestra propia identidad. Por no hablar del combate a la pobreza o la vulneración de los derechos humanos.
¿A qué obedece tanta irracionalidad? Seguramente a que tanto nuestros instrumentos políticos como nuestra opinión pública no han sabido adaptarse a esta nueva situación. El "estatalismo metodológico" (Ulrich Beck) no sólo sigue presente en la esfera de las relaciones internacionales, sino que parece haber reverdecido tras la crisis. Prueba de ello es el protagonismo de los Grupos G. y de los Estados emergentes. Pero ello se debe también, sobre todo, a nuestra incapacidad para tomar conciencia de que se nos han trastabillado ya nuestras cómodas distinciones tradicionales. La política interior -economía, seguridad...- es política exterior por su dependencia de la colaboración con otros; y la política exterior -relaciones exteriores, Europa...-, es, desde el momento en el que todo lo que allí se decide nos afecta inmediatamente, política interior. La diferencia entre dentro y fuera, entre autonomía y heteronomía política, entre los diferentes ámbitos de acción política, se nos ha esfumado. Y, sin embargo, seguimos actuando como si todo siguiera igual.
Mientras tanto, hemos de asistir a una cotidianeidad política marcada por las inercias de una política profundamente local, de vuelo raso, sin más ambición que alcanzar pequeñas victorias sobre el adversario; ausente de una verdadera capacidad para trascender los límites de nuestra parroquia. Pero seguramente no podemos esperar a que sean los políticos quienes cambien de actitud. Sólo se moverán de la comodidad de la política ordinaria si son los ciudadanos quienes les exijan un mayor compromiso con estos nuevos desafíos de nuestro tiempo.
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