Haidar no debe morir
La decisión marroquí sobre la activista saharaui fue intolerable, pero se convalidó desde España
Aminetu Haidar emprenderá acciones penales si se le intenta alimentar a la fuerza. Eso no debería ser óbice, sin embargo, para que el Gobierno procure evitar por todos los medios legales a su alcance un desenlace trágico. Situados ante un dilema como el que plantea este caso, es difícil defender que se contemple pasivamente la lenta agonía voluntaria de una persona, resignándose hasta que le llegue la muerte. Pero el problema se complica cuando comportarse como dicta la compasión choca con lo que, en apariencia al menos, exigen las leyes.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo sólo permite alimentar a quienes realizan una huelga de hambre cuando se encuentran en prisión, al estimar que el Estado es responsable de la integridad de los condenados. Cabría preguntarse si la situación en la que se encuentra Haidar en el aeropuerto de Lanzarote es exactamente de libertad, puesto que el regreso a su país le fue impedido a la fuerza y también a la fuerza se la acogió en territorio español. Es probable que ninguna solución sea buena, y por ello este dramático conflicto exige enfrentarse a las convicciones últimas sin ninguna mediación. En nombre de esas convicciones, y aun admitiendo que puedan existir otras, Haidar no debe morir.
La simple existencia de este dilema obliga a preguntarse sobre la cadena de errores cometidos que ha permitido llegar hasta él. En el origen se encuentra, sin duda, una intolerable decisión del Gobierno marroquí, dictada sin intervención judicial pese a tratarse de un desproporcionado castigo y contraria a su legalidad interna y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero, lamentablemente, no ha sido la única. Para que Haidar embarcase en un avión de nuestro país y llegase al aeropuerto de Lanzarote, alguien desde España tuvo que autorizar que se vulnerase la normativa aérea internacional y la que rige el paso de la frontera española por parte de ciudadanos extranjeros, colaborando voluntaria o involuntariamente en el inaceptable castigo a Haidar. Quién fue y por qué lo hizo son preguntas que el Gobierno español debe responder cuanto antes, puesto que de la respuesta depende la responsabilidad que ha contraído.
Las declaraciones del Gobierno marroquí sobre el caso han incluido veladas amenazas al español en materia de inmigración e, incluso, de seguridad. Deberían ser desmentidas de inmediato, puesto que la inmigración clandestina es un riesgo para la vida de innumerables marroquíes, de cuya suerte Rabat no puede desentenderse, y la seguridad no es un interés español, sino un interés compartido, precisamente porque también lo es la amenaza. El destrozo en las relaciones que ha provocado el caso de Aminetu Haidar demuestra la debilidad de las bases sobre las que están construidas. Sea cual sea el desenlace de este episodio -y es preciso evitar que sea trágico- Rabat y Madrid deben retomar cuanto antes la vía del entendimiento sobre los intereses comunes y la de la negociación en los que son contrapuestos.
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