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La viuda del mundo

Cuando las fotografías del desnudo de Jacqueline Kennedy Onassis se publicaron en Europa, en 1972, el asunto resultó más objeto de curiosidad que de escándalo.

Cuando las fotografías del desnudo de Jacqueline Kennedy Onassis se publicaron en Europa, en 1972, el asunto resultó más objeto de curiosidad que de escándalo. Creo recordar que incluso algún medio español reprodujo alguna instantánea, cuidando de señalar que el pecado lo había cometido la edición italiana de Playmen, y cubriendo las zonas conflictivas con aquellas entrañables bandas de tinta negra, como de luto por el placer, que tanto agradaban al General Ísimo y a su régimen.

Ese paseo a pelo era un corte de mangas que Jackie O. se debía a sí misma

Eran los setenta, y el mundo no se chupaba el dedo. A Jacqueline la habíamos tenido también en Sevilla, como quien dice en jaca, mientras todavía era first lady de la first country del Primer Mundo. Sabía posar, Jacqueline. No sería extraño que la dama se hubiera paseado por el merenderillo privado de Skorpios, a pelo, consciente de que el paparazzo se encontraba allí. Era un corte de mangas que Jackie O., como por entonces ya se le conocía, se debía a sí misma. A la salud del poderosos clan Kennedy y del lado oscuro de Estados Unidos que había asesinado al presidente.

Jackie. Todo un carácter. Llevó con impavidez los cuernos que su marido le puso, compulsivamente y noche tras noche

-con la excusa de que el dolor de espalda de su vieja herida de guerra no le dejaba dormir-, desde el principio de su matrimonio. John Kennedy era un macho irlandés millonario y consentido, atractivo, que había heredado de su padre una debilidad por las gentes del cine y el espectáculo. A su manera, el matrimonio era perfecto, y las fulanas del caballero, un derecho indiscutido. Jacqueline no perdió la compostura. Encontró en la cultura, la decoración y la moda, sobre todo a partir de su entrada en la Casa Blanca, una forma de sublimación sexual. Habría pasado a la posteridad como la primera dama que llevó la Mona Lisa a América, a la National Gallery de Washigton, y que puso de moda los sombreros en forma de caja para píldoras, entre otros eventos de orden estético, de no haberla esperado el destino en una avenida de Dallas, el 22 de noviembre de 1963, para empapar de sangre su traje de chaqueta rosa.

Y colorín colorado, se convirtió en la Viuda del Mundo.

Mientras organizaba hasta el menor detalle de las exequias de su marido -sin aceptar calmantes, permitiendo que el odio contra los Estados Unidos del crimen la sostuviera-, Jacqueline lideró, se ha dicho muchas veces, tanto el duelo como la nación. Ésta, desamparada ante el magnicidio, al dirigir sus ojos a la Casa Blanca se encontraba con las orejas de Dumbo del presidente Johnson, hasta entonces vicepresidente, que había asumido el poder en plena emergencia. Camelot, como los adictos a Kennedy llamaban a su presidencia -un lugar en donde poner en marcha los sueños-, se había evaporado. Y Jackie era quien quedaba para velar por su memoria.

Los siguientes fueron años tremendos: asesinato de Martin Luther King, del hermano de John, Robert, que había sido ministro de Justicia con él, y que en 1968 aspiraba a la presidencia. Atentados, disturbios, Vietnam. Jacqueline Kennedy temía por su vida y por la de sus dos hijos, John-John y Carolina. Durante meses había acariciado el plan de contraer matrimonio con un hombre de infinita fortuna que la asediaba, un hombre capaz de darle refugio a ella y a sus hijos en una tierra libre: Europa. Aristóteles Sócrates Onassis, alguien cuya modestia era más o menos del tamaño de la ambición con que sus padres eligieron sus nombres.

ari, como le gustaba hacerse llamar, le llevaba a Jackie unas tres décadas, era armador de buques en una época en que las flotas griegas hacían su agosto transportando petróleo, auge que se inició cuando Nasser nacionalizó el canal de Suez a principios de los cincuenta. Había hecho fortuna empezando desde abajo, como grumete; luego, en Argentina. Se jactaba de sus métodos y creía que, con dinero, todo se compra. En 1963 se permitió el lujo de invitar al recién elegido presidente Kennedy y a su esposa a un crucero en su ultrafamoso yate Cristina, bautizado así en nombre de su hija, un paraíso de lujo para horteras que contaba hasta con taburetes forrados, bien de piel de prepucio de ballena -según unos-, o bien de piel de escroto de ballena, según otros: la cosa no ha podido dilucidarse, pues nadie que se haya acercado a una ballena para tocarle los huevos ha vivido para contarlo.

Kennedy no acudió al crucero, pero sí lo hizo su esposa. Ari se encaprichó furiosamente de la primera dama, inventando así lo que los psiquiatras deberían catalogar como el síndrome de Onassis: es decir, el perverso interés sexual que los bajitos y feos millonarios sienten por las mujeres que han "pertenecido" a hombres más importantes. Además, los armadores griegos siempre competían entre sí: riquezas, y yo más; mujeres, y yo, todas.

El armador -que además gozaba de la protección de la Junta militar que oprimía Grecia: todo un demócrata- estaba entonces liado, pero que muy liado, con María Callas. La excelsa soprano le conoció cuando acababa de convertirse en elegante anoréxica gracias a una misteriosa dieta, después de haber sido toda su vida un tonelillo sediento de amor. Callas y Onassis fueron presentados por la cronista de sociedad norteamericana Elsa Maxwell en un baile en Venecia, y desde entonces María empezó a descuidar su magnífica carrera como prima donna para dedicarse a los orgasmos y a una nocturnidad social que poco convenía a su garganta. Onassis la quería mucho, a su manera -en eso se parecía a John Kennedy-, lo cual no le privaba de zumbar en torno a la first lady. Aquel crucero, con la Callas penando en cubierta como un personaje de E la nave va..., y con Ari revoloteando en torno a la futura viuda, debió de ser como para filmarlo.

En cualquier caso, el armador persistió en su interés por Jacqueline, y fue de los primeros en reportarse ante los Kennedy para expresar sus condolencias tras el asesinato del presidente. El cortejo se reinició cuando ya ella se preguntaba qué demonios iba a hacer con su vida y cuándo podría librarse del servicio de seguridad que se le había asignado. Robert Kennedy fue, durante los tiempos inmediatos al magnicidio, su más cercano confidente. Ambos se sentían unidos por el mismo tipo de dolor, y su intimidad era tanta, que la propia Ethel, la esposa de Bob, que se pasaba la vida embarazada, empezó a quejarse de que su marido pasaba más horas con la viuda que con ella.

A Robert, consejero también, le pareció adecuado que Jacqueline y los niños cambiaran de aires, y que se aprestaran a respirar los mediterráneos efluvios que Onassis le ofrecía. Nada indica que al resto de los Kennedy el arreglo les pareciera mal. Era una forma de sacársela de encima: la superviuda les oscurecía hasta vestida de luto, o, sobre todo, vestida de luto.

asesinado robert en junio de 1968, Jacqueline y sus hijos pusieron pies en polvorosa, y en octubre de ese mismo año se celebró la boda, en la isla privada de Skorpios, una de las muchas propiedades de Onassis. El enlace se mantuvo en privado, pero en cuanto se conoció públicamente, estalló la bomba.

Que la Viuda Mundial abandonara su pena para casarse

-algo que Onassis siempre le negó a la Callas: un anillo con una fecha por dentro- con un millonetis que hubiera podido ser su padre, corto de talla, feo como un camello con gafas y con fama de filibustero de los negocios, fue algo que erizó de horror las venerables conciencias, y hasta las no venerables. La bella y la bestia, llegaron a titular. Pero la bella se encasquetó la mantilla blanca y se casó con la bestia, precisamente en Skorpios, en la pequeña capilla greco-ortodoxa.

Era como si el Papa hubiera colgado los hábitos para casarse con Al Capone.

Jacqueline fue arrastrada por las arenas de todos los circos posibles, en especial cuando se supo que se había casado por dinero, y que en adelante pensaba dedicarse a darse la gran vida. Al principio, entre la pareja, todo fueron fotogénicos arrumacos. Pronto ella, tan refinada, empezó a poner peros al comportamiento campechano del armador. Y comenzó a actuar por su cuenta, elevando al paroxismo lo que podríamos llamar su pasión por ir de compras. Sólo que ahora enviaba un jet a por el encargo. Pero hacía lo que quería y se lo pasaba muy bien. Estas fotos lo prueban. ¿Cuándo en su vida habría podido bañarse desnuda en Hyannis Port, con las cuñadas y la superabuela fisgando desde las ventanas?

onassis tenía dos hijos de su primer matrimonio con Tina Livanos. Aquí deberíamos realizar una pequeña incursión por el apasionante mundo de los armadores griegos, que en los sesenta ocupaban la mayor parte del espacio de las publicaciones rosas y amarillas. Tina Livanos, también hija de armador pero en la especialidad militar, había sido requerida en matrimonio por Stavros Niarchos -el armador rival de Ari-, pero su padre no se la cedió, y más tarde la casó con Onassis, y tuvieron a Alejandro y Cristina. Niarchos se conformó con la hermana de Tina, Eugenia, que años después falleció de exceso de barbitúricos, según la versión oficial, o de una paliza, según la otra. Como Onassis se había liado con la Callas, Tina se divorció y acabó casándose con su cuñado y anterior pretendiente, lo cual la llevó a morir años más tarde con la misma escenografía que Eugenia. Créanme, Sófocles y compañía eran unos aficionados, en comparación con los traficantes de buques. Les cuento esto para que entiendan que, si Jackie pensó que su segundo matrimonio le pondría a salvo del gafe del anterior, pasó de Guatemala a Guatepeor, como suele decirse.

En 1973, que fue cuando los dioses iniciaron su operación contra Onassis con la muerte de su hijo Alejandro por accidente de avión privado, el matrimonio ya hacía aguas mayores. Jacqueline pidió el divorcio y regresó a Estados Unidos para llevar en Nueva York una vida intelectual y respetable, con parejas discretas. Onassis murió de cáncer en 1975, devastado por la desaparición de su primogénito y sin saber que su hija restante, Cristina, en un futuro todavía lejano aparecería muerta en una bañera.

Hasta su muerte, ocurrida en 1994, Jacqueline siempre se refirió a John cuando decía "mi esposo". Onassis -de quien recibió no pocos millones cuando se dirimió la disputa por su herencia- no formaba parte de las cosas importantes de su vida. Tampoco estas fotos. El entero episodio debía de hacerle gracia, sobre todo en lo que respecta al bolsillo.

Pero tenían algo en común. El hijo de Jackie, John jr., fallecería también a causa de un accidente con su avión privado.

Entre todos, tuvieron vidas ejemplares. Como si hubieran sido diseñadas para que los comunes mortales no envidiemos su destino.

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