El tripartito ante el juicio final
La argamasa institucional que cohesionaba el Gobierno de José Montilla presenta fisuras. No, pésimo arranque; mejor nos olvidamos de lo políticamente correcto y lo contamos al desnudo: el afán de la izquierda catalana por conservar el poder, que motivó la reedición del tripartito y (con excepciones) lo ha mantenido unido estos tres años, preocupa ahora menos a los socios que la necesidad perentoria de salvar los muebles en las inciertas elecciones de 2010. Se exprese mediante eufemismos o a las claras, la realidad es la misma: el tripartito está haciendo aguas.
Es bien conocido el espíritu fundacional que en 2006 inspiró el voluntariosamente bautizado como "Govern d'Entesa": la prioridad compartida era no reproducir el vodevil de despropósitos que caracterizó el primer Gobierno de izquierdas tras la era pujolista. De modo que los tres partidos se conjuraron para poner sordina a sus diferencias y aplicarse a la doble tarea de desplegar el nuevo Estatuto y desarrollar unas políticas sociales acordes con su ideario. La primera misión, aunque fructífera en cuanto al aumento de las inversiones del Estado y a la mejora (tardía) de la financiación, ha consumido tantas energías que al final las alegrías han resultado efímeras, y la sentencia venidera del Tribunal Constitucional amenaza con acabar de aguar la fiesta. Similar infortunio ha acompañado al compromiso social de la Generalitat: sus esfuerzos, meritorios aunque lastrados por la escasez de recursos, han quedado empequeñecidos ante la magnitud de una crisis que ha abocado al paro a más de medio millón de catalanes. El balance del primer trienio del tripartito, pues, difícilmente puede colmar las expectativas de quienes con mayor o menor entusiasmo respaldaron esta fórmula de gobierno. En consonancia con este panorama, la prolongación de la alianza a tres bandas más allá de los comicios de 2010 cotiza a la baja en el parqué de las encuestas, no por oscilante menos fiable como termómetro sociológico.
Montilla afronta retos titánicos: retomar las riendas del Gobierno y defender el Estatuto a riesgo de espantar a los votantes del PSC
Pese a este sinfín de tribulaciones, al menos el presidente Montilla sí había logrado poner en valor sus virtudes y hacerse perdonar los defectos. Es el suyo un liderazgo átono, que suple la ausencia de carisma populista con un hieratismo zen que no levanta pasiones pero intenta infundir confianza. En comparación con la osada genialidad de su predecesor y las piruetas circenses de su antagonista de la Moncloa, Montilla encarna el arquetipo del gobernante con nervios de acero, previsible hasta el tedio, capaz de imponer el orden en sus filas. Atributo este último que, a tenor de los recientes acontecimientos, por ahora procede poner en cuarentena.
A decir verdad, desencuentros entre partidos y consejeros, cuando no encontronazos, los ha habido desde el minuto uno de la legislatura. Basta recordar la disputa entre Joan Saura y Montserrat Tura a cuenta de los Mossos, o la bronca entre PSC e ICV sobre la retirada de las bolsas de plástico, por no hablar del rechazo ecosocialista a la Ley de Educación, acaso la más trascendente de este mandato. La novedad es que hasta ahora las crisis estallaban y se atajaban de inmediato, mientras que en estos días el tripartito se ha declarado en estado de conflicto permanente. El más candente es el desacuerdo de Iniciativa con la proyectada reforma del impuesto de sucesiones, pugna imperdonable por cuanto la promesa figuraba en el programa de Gobierno y los socios han tenido tres años para pactar una fórmula. Al tiempo, el líder de Esquerra, Joan Puigcercós, anuncia un acuerdo sobre la Ley del Comercio que no confirma ni su correligionario Josep Huguet, responsable del ramo, ni los consejeros del PSC concernidos. Otro tanto ha hecho el también republicano Jordi Ausàs con la Ley de Ordenación Territorial, que topa con los intereses municipales del PSC. Todo ello, mientras ERC jalea las consultas soberanistas del próximo domingo y a la espera de la sentencia sobre el Estatuto, que pondrá a prueba la cada vez más precaria cohesión del Gobierno catalán.
A menos de 11 meses de las elecciones, Montilla afronta dos retos titánicos: retomar las riendas del desbocado tripartito y liderar la defensa del Estatuto sin espantar a los votantes del PSC ajenos a la retórica identitaria. Que los supere es condición necesaria, pero no suficiente, para aspirar a un segundo mandato.
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