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Columna
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Emblema y figura

A Francisco Camps no le importa tanto el ejercicio del poder como los alardes en su representación, y no de otro modo puede entenderse que considere su representatividad de tan alto alcance como para atribuirle a Ángel Luna el deseo de hacerle el paseo hasta dejarle tumbado de espaldas en una cuneta, presumiblemente muerto, para a continuación embroncarse en la calle con un contrincante anónimo que lo increpa. Se empieza así a entender que para Camps el ejercicio de la política está más próximo a los desplantes toreros del personalismo que a las exigencias de la ética de la responsabilidad. Dispone de la legitimidad, pero, como le ocurría a Falstaff con las tetas de la mesonera, no sabe por dónde cogerla. De ahí sus pasadas públicas, como sin en lugar del presidente de todos los valencianos no fuera más que un actor de reparto y sin mucho futuro resuelto a exagerar la interpretación de las poses que considera convenientes en sus diferentes papeles, aun a riesgo de pasar por personaje muy poco convincente. Sería perfecto como galán del cine español de los años cincuenta, digamos un Vicente Parra un tanto envarado, aunque tampoco desentonaría como camarero de chiringuito en una de aquellas películas de destape de Ozores y Pajares.

Como intérprete de un presidente de la Generalitat valenciana, su trabajo deja mucho que desear. Ha convertido las Cortes Valencianas en una especie de corrala en la que cualquier despropósito es acogido con singular entusiasmo por sus fieles, y digo singular porque es inconcebible malgastar tanta energía en batir las manos cuando la expresión de los rostros sugiere a un tiempo esa clase de perplejidad y sometimiento que, más allá de su desorbitada, o inmotivada, duración se diría más bien una parodia de la vetusta adhesión inquebrantable. Y eso hasta el punto de que ya no se sabe si se aplaude al líder incontestable o si se trata de una frenética y atropellada ceremonia de los adioses. En cualquier caso, todo eso viene a ser una representación un tanto vergonzosa destinada a la inmortalidad de los telediarios, pero conviene añadir que un rostro dice más que mil palabras, aunque éstas no vengan acompañadas precisamente de la cortesía parlamentaria. Por lo demás, parece claro que entre el coro de los que aplauden con frenesí se encuentra el que habrá de traicionarle en cuanto así lo disponga la autoridad competente.

Insuficiente como emblema de todos los valencianos, que nunca son todos los valencianos sino cuarto y mitad, patético como figura de mandíbula cada vez más afilada, se ignora por qué Camps se empecina en seguir haciendo de presidente de lo que sea cuando no hay duda de que sería, tan bien trajeado, un aseado mancebo de farmacia.

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