Ocaso de las tertulias
Pareció predeterminado que uno de los pocos patrimonios del que disponen los seres humanos sea el tiempo. Para ganarlo, usarlo, despilfarrarlo. Las mujeres a la peluquería, de compras, a pasear el perrito o la prole. El hombre, a vociferar en el bar o en el café con los amigos y compañeros de tarea. Estereotipos que no atino a deducir en qué se han convertido o por qué han sido reemplazados.
Una cosa era ir al café, costumbre centroeuropea, e incluso en los países del Norte y en la zona balcánica. Los más grandes estaban en Berlín o en Viena e imagino que allí se refugiaban las personas huyendo del frío de los inviernos. A lo sumo, despachar un mejunje italiano o una jarra de cerveza y leer los periódicos, aquellas enormes "sábanas" que se acomodaban en unos tirantes de madera, más para conservar la precaria tersura que por la sospecha de que se los pudieran llevar. Lugares para confidencias, para parejas enamoradas, para trato de negocios, refugio de soledades y, a lo sumo, células extremistas políticas que en esos lugares reunidas hacían la tarea más fácil a las policías secretas.
La modestia de los alojamientos hacía que el madrileño casi nunca recibiera en casa
La tertulia literaria es más bien un producto ibérico, sin excluir que las haya habido en cualesquiera otras tierras de garbanzos. La vida moderna arrastra, también, ese hábito, como acaba con la siesta. Por eso han cerrado la mayoría de los cafés que salpicaban las calles madrileñas, sin que se haya hecho una evaluación de los cientos o miles de puestos de trabajo que dependían de esa actividad: camareros, cocineros, limpiadoras, barmen, botones y hasta limpiabotas, cerilleros y vendedores de lotería.
Se acabaron las tertulias por el desarrollo del inevitable silogismo del huevo y la gallina: no locales, no tertulianos y al revés. Hace cien años el madrileño común, casi nunca recibía en su casa, porque la modestia de los alojamientos excluía espacio para expansiones sociales. Incluso en algunas casas burguesas, con salón, sala y comedor, echaron las fundas a los muebles, dejaron de agasajar a las visitas y desapareció el comedor de los planos de los nuevos arquitectos. Hoy se come en la cocina o donde se puede, con daño -según acabo de leer- para las futuras negociaciones, pues los niños aprendían en la mesa vocabulario, expresiones y experiencias comentadas por los mayores. Ahora gran parte de los jóvenes se las apañan con las equis y las kas para entenderse en el reducido tráfico intelectual que precisan.
La tertulia fue una especie de universidad de recuelo, donde se intercambiaban ideas, cuando las había, se contrastaban criterios dispares, se preparaba el país para las guerras civiles, sustituían al parlamento, con poco cabida para invitados, a las plazas de toros, de costoso y limitado aforo y a los nacientes campos de fútbol, donde no acaban los partidos a almohadillazos porque no hay almohadillas.
Echamos de menos las tertulias, la gente de mi edad y ahora, que las circunstancias y la supervivencia, me han llevado a un delicioso pueblo de mi Asturias originaria, estoy descubriendo que aún pervive el hábito intelectualoide de reunirse ante un café o cosa parecida, para hablar, generalmente, de literatura, de poesía, de teatro, de cine y, sobre todo, del pasado, que cada cual adorna con el pudor de saber que es conocido por los demás. La generosidad de mis paisanos me ha llevado a otra tertulia que se reúne de cuando en cuando, para cenar y cambiar impresiones, nunca mejor empleado el término. Catedráticos, abogados, políticos, periodistas o escritores casi todos, la decena de asiduos cuenta en su panoplia, desde la verborrea del letrado municipal o el delegado de cultura, hasta la placidez de un cura católico, compañero de estudios y fatigas del resto.
Gentes de distintas tendencias, están unidos por el vástago de la amistad y las comunes aficiones, esquivando los temas que pudieran ser motivo de fricción. Me maravilló y refrescó el ánimo, tan alborotado por causas exógenas, y es que aquel grupo de adultos dedicó un buen rato a la confección de un segundo o tercer libro, dedicado a cualquier aspecto curioso de la Villa donde nos encontramos. Cada uno 20, 30 folios y a nadie se le pasaba por la cabeza que alguien pudiera cobrar un céntimo por la colaboración. De los gastos, bien mezquinos, por otra parte, quizás se ocupara alguien con influencia en el Ayuntamiento o en el Principado. Parecían poetas noveles y la mayoría tenía una buena copia de títulos a la espalda. Era el espíritu de la vieja tertulia, entusiasta y generosa.
eugeniosuarez@terra.es
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