La jerga oblicua
La pieza de Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) que cerraba heroicamente el evento se llama El arte de la performance, la teoría y la práctica; y se trata de una conferencia figurada que es la performance en sí, donde, tras una breve presentación inteligible, da rienda suelta a un lenguaje de invención, aunque paradójico, sin improvisación. El verbo creativo se traza sobre una escaleta rigurosa y sentido cronológico. Puede calificarse de arte poética, como también de éxtasis del empecinado. Ferrer empezó esta senda particular y áspera hace más de 40 años. Lo que vemos hoy es la destilación de un proceso estético y moral finalmente reconocido; su influencia llega hasta La Ribot.
De riguroso negro, con su corte de pelo que siempre recordará más a la cabeza de Jean Cocteau que a la de Meret Oppenheim, la performer derrochó dinamismo y fuerza, pero también humor. De hecho, abatió una silla de metal contra el duro cemento. Y chilló, hizo un alarde vocal a la manera entusiasta que lo hacía Cathy Barberian cuando venía al caso. Se palpó su ironía, un mensaje que susurró Duchamp a los oídos abiertos del arte moderno, y que en más de una ocasión salva la papeleta de las circunstancias. Al final, huyó dentro del tapete-sábana, cubierta y haciendo un capirote, sorpresivamente, interrumpiendo el ardor conseguido, aportando la parte perpleja de su plástica.
En el discurso se logran identificar aisladamente palabras como "Zaratustra; performance; dadá; surrealismo; Cage; historia y anarquía". También alude al homo sapiens, y aparecen Aristóteles, los peripatéticos... y otra vez la palabra fetiche: "Performance"; "leitmotiv", que engarza una idea con otra, una curva de asociaciones con otra. La jerga fluye, pasa de lo sutil a lo enfático cambiando también a voluntad el acento que a veces suena germánico, otras francés o anglosajón.
Esther Ferrer tiene claro que su acción está motivada por el arte mismo de ejercer estímulo directo sobre los demás, estableciendo así un ciclo que está en la génesis de su trabajo. El discurso, incomprensible en sí, tiene una esencia de ser atendido, seguido, asimilado desde fonemas que son comparables a formas abstractas que cada oyente debe reconfigurar, ordenar, adaptar o desechar y volver a armar. De una manera muy pragmática oscila al discurso político, con potente carga contestataria y capaz de dar revulsión en las mismas dosis que da humor. Se trata de una actuación magistral que supera, por su seriedad, cualquier cuestionamiento formal.
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