"Ser ciego es otra forma de ver la belleza"
Lo primero que deben saber de Alfonso Corominas es que es un cachondo mental. Lo segundo, que se quedó ciego a los 20 años. Lo tercero, bastante relacionado con lo primero, es que ha escrito un libro de viajes: Viaje a la luz. Paseo con Hitchcock por Córdoba y Granada (Alhena Media).
Alfonso elige un clásico, el restaurante alemán Edelweiss, "que es muy de mi generación", explica vía mail, "y porque el narrador y su acompañante han ido muchas veces"; es decir: él mismo y su mujer, Pilar, que le hace de lazarillo cuando viajan y tiene un rol trascendental en la novela, que tiene mucho de declaración de amor.
Llego a la cita esperando encontrarme con un orangután de 90 kilos, que es como Alfonso se describe en el libro. Nada de eso. Es mucho menos corpulento. Sí es cierto, como también explica, que uno tarda en percatarse de que sus ojos azules no ven (lo que a veces le complica la vida). Y no lo hacen: tantea la mesa buscando la cerveza o pide que describas la distribución de la comida en su plato.
No sólo es invidente y jefe de Informática en Caja Madrid: escribe sobre viajes
Alfonso, de 56 años, es el menor de -agárrense- 14 hermanos. Otros cuatro también han heredado su enfermedad genética: retinitis pigmentaria. "Yo debo de ser tonto", dice Alfonso. "Antes de perder la vista era consciente de mi enfermedad, pero como si no fuera conmigo. Mira que me gusta la genética y uno de mis hermanos ya se había quedado ciego...". Y enseguida añade una de sus bromas, las mismas que salpican toda su novela: "¡Por ahora el concepto herencia lo llevo fatal!". "Es una putada, pero vivir en Uganda debe de ser mucho peor", añade ya serio.
Alfonso y Pilar -que son padres de dos varones sanos- se conocieron cuando él estudiaba Matemáticas. Hoy es director de Sistemas de Cuentas de Caja Madrid. "De los 30 a los 40 años me dediqué a trabajar. Ser ciego es incómodo para todo, y zancadillas no me han puesto, pero he tenido que poner mucho esfuerzo. Con el tiempo la informática empezó a aburrirme; tenía la cruz de la escritura, mi vocación. Me dije: 'Sólo se vive una vez'. Y me puse a ello".
Viaje a la luz arranca en la estación de Atocha, ante un mostrador que atiende un hombre al que Alfonso se empeña en llamar "señorita" mientras Pilar se muere de vergüenza. En sus páginas uno se mete en la piel de alguien que no ve pero disfruta a tope viajando. "Los viajes sin ver son una maravilla; viendo, deben de ser una cosa... como para partirse en dos", escribe Alfonso. De su mano, el lector descubre otra forma de admirar a las cordobesas a través del traqueteo de sus tacones contra los adoquines. O se le hace la boca agua con su descripción del cordero a la miel y otros platos, pues estamos ante un gourmet que ha disfrutado de la ensalada de morros y del arenque y que ahora está entregado a su tartar. "Delicioso".
"La ceguera se ha tratado desde el punto de vista práctico y laboral, pero no tanto del estético, de cómo un ciego percibe la belleza", explica. "Al menos no que yo conozca. Y creo que lo conocería", dice este asiduo de El Libro Hablado, la biblioteca de la ONCE, hobby que comparte con Pilar (antes de dormir, escuchan una novela).
"¿Ya hemos terminado?", pregunta Alfonso cuando percibe una tregua en las preguntas. Y añade con su guasa: "Nunca una mujer me había escuchado con tanta atención y encima tomando nota".
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