Al lado del Rey
La figura de Sabino Fernández Campo, general del Cuerpo de Intervención del Ejército, graduado en Economía de Guerra en el Industrial College de Estados Unidos y licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo, adquiere dimensión nacional tras su nombramiento como secretario general de la Casa del Rey. Sustituyó en 1977 al general de Artillería Alfonso Armada, que se creía depositario exclusivo de las esencias de la Corona y pretendía interferir el empeño del presidente Adolfo Suárez para lograr una Constitución reconciliadora que llegó en 1978.
Sabino Fernández Campo, siempre al lado del Rey, venía de una larga marcha. Se había alistado al Ejército a los 18 años, en aquel Oviedo sumado a la sublevación del 18 de julio de 1936, sitiado enseguida por los leales a la II República. Alférez Provisional, se integró después en el Cuerpo de Intervención Militar donde alcanzó el empleo de general. Había sido miembro de la Secretaría Técnica de seis ministros del Ejército sucesivos. En diciembre de 1975 fue designado subsecretario de la Presidencia por el ministro Alfonso Osorio, en el Gobierno de Carlos Arias Navarro tras la muerte de Franco. En julio de 1976 pasó a ser subsecretario de Información y Turismo con el ministro Andrés Reguera Guajardo, en el primer Gobierno de Adolfo Suárez.
El Rey le puso a su lado en 1977, en sustitución del general Armada
Desactivar las intentonas golpistas fue una de sus preocupaciones
Como dijo Julio Cerón "cuando murió Franco, el desconcierto fue grande: no había costumbre". El Rey ya había dado algunas señales decisivas. Por ejemplo, con su discurso basado en la concordia, al ser proclamado por las Cortes; con su decisión de continuar residiendo en el palacio de la Zarzuela; con su desprendimiento del aparato de la nobleza, que había rodeado a sus predecesores y en el exilio a su padre; con su renuncia al privilegio de presentación de obispos a la Santa Sede; o con su actitud de mantener abiertos los canales de comunicación hacia la sociedad civil.
Don Juan Carlos tenía el olfato, los viajes y el encaminamiento paterno para saber que había recibido los poderes de una monarquía alauí pero sólo podría consolidarse como un Rey consentido por ciudadanos libres. Sabino Fernández Campo fue decisivo en la introducción de los usos y costumbres. También para el ejercicio del "Mando Supremo de las Fuerzas Armadas", que confirmó el artículo 62 de la Constitución. Con el paso de los años, ese "Mando Supremo" derivaría hacia lo simbólico pero partíamos de la garantía de Franco para la pervivencia del régimen, según la cual todo quedaba "atado y bien atado, bajo la guardia fiel de nuestro ejército". Para lograr el cambio de lealtades militares a favor del sistema democrático, el Rey cumplió una función capital. Sabino Fernández Campo ayudó a que así fuera.
Lo hizo de modo ejemplar durante el 23 de febrero de 1981 al parar la entrada en Zarzuela del general Armada, auténtico especialista en sinuosidades. Se trataba de desincentivar a los golpistas, de sostener a los mandos que confesaban lealtad personal al Monarca sin fervor hacia el sistema democrático, de revertir el secuestro del Gobierno y de los diputados y de evitar que la sangre desencadenara mecanismos irreversibles. Sabino compartía y anticipaba un dato grabado en el ADN del Rey: que las apuestas militares de su abuelo Alfonso XIII y de Constantino de Grecia indujeron la caída de la monarquía en ambos países en 1931 y en 1967.
A partir de 1991 Sabino Fernández Campo ascendió a jefe de la Casa para relevar al marqués de Mondéjar con 86 años cumplidos. No se entendió con el nuevo secretario general, José Joaquín Puig de la Bellacasa, que apenas duró meses en esas responsabilidades. En 1993, a los 75 años, llegó su relevo, que percibió impulsado por el Bellido Dolfos de entonces, en medio de turbulencias suscitadas en otros entornos del Rey. Don Juan Carlos le hizo merced del título de conde de Latores con Grandeza de España "en prueba de su real aprecio". A partir de ahí, para desilusión de algunos, aseguró que su silencio no encerraba secretos valiosos.
Entendió siempre que la lealtad hacia arriba pasaba por la claridad. Pensaba en el ejemplo permanente que debería ser el Rey. A esa imagen se atuvo, sin cultivar cortesanías para garantizarse continuidades. Por eso tiene ganada la gratitud y el respeto que merecen los servicios eminentes prestados al país y a Su Majestad, más apreciables en tiempos de incertidumbre, donde brilló a gran altura su don de consejo. Con su extremada educación se hizo querer de todos sin incurrir en vilezas para granjearse afectos.
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