Que no voten
Afganistán existe, sin duda. Escuchamos, leemos, decimos su nombre todos los días. Lo que no está tan claro es qué es Afganistán. Una trampa mortal, la piedra de toque de la política de Obama, una guerra inútil, de esas que terminan sin resolver ninguno de los problemas que las han provocado. ¿Y qué más? El primer productor mundial de heroína. ¿Y qué más? Los afganos existen, pero no cuentan. Las afganas, ni eso.
La memoria es incómoda, pero ayuda a comprender el presente. En 1979, una Unión Soviética agonizante invadió Afganistán para apoyar a un Gobierno satélite que, entre otras intolerables reformas, pretendía aprobar el voto femenino. Contra ese Gobierno se levantaron los talibanes, con apoyo y armamento norteamericano. Diez años después, los soviéticos se retiraron y los aliados se convirtieron en enemigos. La guerra fría dio paso a la guerra caliente contra el terrorismo islámico, y después de décadas de guerra civil, Afganistán fue invadido de nuevo, esta vez en nombre de la paz y la democracia.
Ahora hemos visto a mujeres con burka, enseñando sus documentos con manos enguantadas, antes de votar. En Afganistán, los derechos humanos son, si acaso, cosa de hombres. Con talibanes o sin ellos, las mujeres no tienen cara, ni estudian, ni enseñan, ni trabajan, ni andan solas por la calle, ni visitan a médicos varones, ni pueden ejercer la medicina. Si caen enfermas, lo único que pueden hacer es morirse. También han podido participar en las elecciones con las que Occidente pretendía quitarse su problema de encima. Antes o después, lo conseguirá, se sacudirá el polvo de las botas, y nada habrá cambiado para ellas, más allá del derecho al voto. En nombre de su dignidad, y de los derechos humanos de los que absolutamente carecen, lo mínimo que se podría pedir a los ocupantes es que, antes de marcharse, se lo quiten.
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