La impaciencia y la historia
Cuánto nos ha maravillado la concesión del Premio Nobel de la Paz a Barack Obama, luz de gentes y faro moral de nuestro tiempo. Sabíamos que el dirigente concitaba el entusiasmo de las masas y sabíamos que todo ese entusiasmo debía desembocar tarde o temprano en Oslo. Todos somos influenciables, pero los miembros del jurado del Nobel de la Paz tienen menos autonomía mental que un niño sin destetar. Lo único que sorprende es la prontitud con que se han puesto a la tarea: ocho meses de mandato y Barack ya tiene el galardón en la estantería. Claro que uno revisa el listado de los nobeles de la paz y arruga el ceño: es lo más confuso, caótico y arbitrario que ha parido la historia universal.
El Nobel de la Paz está lleno de apresuramientos e impaciencias. En ocasiones, más que reconocer méritos pasados, se propone estimular esfuerzos futuros. Pero eso es meterse en política, y la política, según todos los expertos, es cosa fea. Obama ha recibido el premio con expresión avergonzada, consciente del exceso. Escasos deben de ser también los conocimientos de política internacional que atesoran estos jurados, porque todos los presidentes norteamericanos, republicanos o demócratas, son siempre igual de patriotas, de modo que ningún medallón escandinavo les distraerá de un mandato principal: defender a su país. La posibilidad de que el Nobel de la Paz condicione la política exterior estadounidense es de una ingenuidad abrumadora. Si habláramos de un político europeo, la cosa tendría un pase: a cambio de la medalla, un político europeo puede sacrificar la suerte de su país y de su pueblo ante los altares políticamente correctos de la historia. Pero eso, en América, aún no ocurre. Cuando Barack Obama se ponga a mover marines por el mundo, el Nobel de la Paz empezará a coger polvo en la vitrina.
Es absurda la insistencia con que la modernidad pretende meter mano en las majestuosas avenidas de la historia. Hoy se califica de "histórico" un partido de fútbol de segunda o una reunión de subsecretarios. La academia del Nobel no es la única institución que ya ha perdido toda medida al respecto: Fernando Alonso aún no había ganado título mundial alguno cuando en su provincia ya le habían otorgado el Premio Príncipe de Asturias. Y en un pueblo de Andalucía bautizaron recientemente una plaza con el nombre de cierta niña de seis años, tras la increíble gesta de ganar un concurso musical.
La piñata del Nobel de la Paz no garantiza a Obama un puesto relevante en la historia, ni siquiera de su país, junto a George Washington, Thomas Jefferson o Abraham Lincoln. Por mucho que su nombre hoy suene mucho, a lo mejor acaba en el mismo escondrijo que habitan presidentes como Martin Van Buren o James Polk. Es una rara conducta que ha adoptado nuestra época: el presente reclama la inmortalidad a empujones, aunque sólo llegue al periódico de mañana.
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