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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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La nueva austeridad

Manuel Rodríguez Rivero

Ahora que ha vuelto "el Maestro" con mayúscula (Cfr. El regreso de Keynes, de Robert Skidelsky, Crítica) para quedarse una temporada, y que hasta los jóvenes brokers que se zampaban el mundo en una sesión de Bolsa fingen haber descubierto que el único sentido de hacer dinero es contribuir a la célebre "sociedad armoniosa" (¿se refería a Bloomsbury?), quizás haya llegado el momento de que el común de los mortales -los que nos ganamos el sueldo sin mayores especulaciones financieras- nos entreguemos de una vez por todas al Zeitgeist de la nueva austeridad.

Las señales no faltan: las familias -todavía conmocionadas por el vendaval que fue y aún no ha remitido- ahorran como si se les fuera la vida (y la hipoteca) en ello; al plástico de las tarjetas de crédito le empiezan a salir manchas de desuso, al tiempo que se rescata (y se hace sonar) la oxidada alcancía de metal para guardar monedas; la gente hace la compra guiándose por la lista confeccionada antes de salir de casa; vuelve el almuerzo familiar a base de nutritivas legumbres, y los empleados confraternizan junto al microondas que les ha puesto la empresa en vez de invertir sin futuro en el menú del día a 9,95 (con postre o café). En cuanto al ocio, nuestros jóvenes aprendices de Madoff hace tiempo que descubrieron cómo obtenerlo sin gastar demasiado: botellón (ya vendrán otros a recoger la basura) y superdescarga pirata (¿por qué tengo que pagar por lo que me gusta?). Que se j**** los autores.

Como dice la sabiduría oriental, a lo mejor llega el momento de transformarse de caña en junco: aguantar mientras el viento sopla

Tal como prescribe la sabiduría oriental, a lo mejor ha llegado el momento de transformase de caña en junco: aguantar mientras el viento sopla, someterse a su capricho para no hacerse trizas. Tal vez, me digo, podría aprovechar el apagón analógico para, por fin, dimitir de la tele. Sí: decir adiós a la basura rampante, a las películas de 90 minutos que la publicidad estira hasta los 200, a los magazines del corazón chillones y vomitivos, a los concursos de danzantes sadomasoquistas, a los "informativos" de chicha y nabo ideológicos.

Quizás los de clase turista podríamos aprovechar también el recargo por maletas de las aerolíneas para -por fin- viajar ligeros de equipaje, como añoraba el austero maestro. Sólo con un par de mudas de ropa interior y el libro (o el sonyreader con la biblioteca dentro) y la página de crucigramas y sudokus recortada del periódico (mientras haya) rescatado de la papelera del aeropuerto. El resto (ropa, artículos de higiene, profilácticos) lo compraríamos en el destino: seguro que, si fuéramos legión, los emprendedores transformarían una vez más el reto en oportunidad (se dice así, ¿no?) y terminarían poniendo en los aeropuertos tiendas de todo a cien (margen de beneficios reducido, pero compensado por ventas masivas) con todo lo necesario para el viajero autoliberado. Aprovechar la coyuntura, adaptándose a ella. Dejar a un lado la protesta airada, la queja, la reivindicación, las malas caras, el delirio querulante y revolucionario. Hacerse junco, amoldarse, entregarse a las sinergias ambientales. Al menos durante el ratito (seguramente breve) en que los agobiados financieros, los políticos compasivos y los esforzados capitanes de la industria y el comercio, que nunca han estado en la cola del paro (pero, ay, han visto reducirse sus ahorros, "como todo el mundo") se lo piensan y ponen freno a las pulsiones más rapaces de su ambición haciendo como que se creen aquello tan keynesiano de que los mercados no pueden autorregularse. Cuando llegue la siguiente crisis -si, mientras tanto, no hemos elegido también aquí a Berlusconi para que forme gobierno, lo que tal como apuntan las últimas encuestas (con resultados que parecen incentivar la corrupción) no sería extraño- quizás hayamos aprendido (otra vez) lo que vale un peine.

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