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AL CIERRE
Columna
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Bar Roure

A veces se agradece que te inviten a un buen restaurante, más que nada para comer y beber bien y participar de la liturgia de una buena mesa. Y también apetece regularmente compartir un ágape con los amigos en un sitio especial para el pagano. Hay que saber elegir en ambos casos porque en juego está la credibilidad del anfitrión y la del escenario.

La mayoría de familias o parejas cuentan, por otra parte, con un lugar favorito porque sirven un plato único y, además, de una manera particular, del mismo modo que cada cuadrilla tiene un bar como punto de encuentro, por la cerveza o la ginebra. Allí se va sin necesidad de darle más vueltas, como es costumbre, siempre con la misma emoción de quien sabe que se encontrará también con la misma música.

A caballo entre los mejores restaurantes y los bares más frecuentados, se encuentran locales especialmente populares, puntos de encuentro para cualquier hora del día, igualmente dispuestos para el almuerzo, el vermut, la merienda, el bocata o la cena, para comer o para beber, para charlar o para escuchar, para apostar o para mirar, normalmente, para disfrutar de un buen momento alrededor de una excelente tapa.

Aunque no son universales, los hay cuyo encanto trasciende el barrio para convertirse a menudo en referentes ciudadanos sin necesidad de propaganda. Uno de los más emblemáticos está en Gràcia y se llama bar Roure, a veces etiquetado como Roble, excelente por la familiaridad en el trato, por la relación calidad-precio y porque de alguna manera no precisa advertir de que está reservado el derecho de admisión, sino que la selección se da de forma natural.

No se trata de comparar, sino de constatar que la comida en el Roure no se sirve de la misma manera ni sabe igual que en cualquier bar. Hasta la paella de los jueves es diferente por no hablar de los variados o los chicharrones de cada día. Nadie tiene la mano y el afecto de Toni para recibir al cliente; ni la carcajada o el genio de Santi; ni el saber estar de Isidre o la disponibilidad de Manel, así como la diligencia de los demás camareros que atienden al personal vestidos de blanco, con el delantal atado alrededor de un pantalón negro; y, evidentemente, ni mucho menos es fácil dar con una cocinera tan generosa y anónima como Domi.

La proximidad para nada está reñida con la seriedad. No es casualidad que funcione como sede de multitud de asociaciones deportivas, culturales y lúdicas y que la fiel parroquia acabe de vez en cuando en el comedor familiar. Más que de cantar las excelencias se trata de celebrar que aún existan bares como el Roure en los que desde la sencillez se atienda de forma rápida, limpia y con una sonrisa. Así se explica que lleve abierto 120 años y a muchos nos frustre que cierre el domingo porque un trago de su vermut el día de fiesta era gasolina para la semana. La grandeza del Roure está en la sinceridad de su letrero: es un bar normal y corriente, y hoy eso significa tener una joya.

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