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Lo público y lo privado

Muchos de los españoles que pudieron estudiar gracias a la existencia de una enseñanza pública ahora llevan a sus hijos a colegios y universidades privados, que son mejores según afirman, entre otras cosas menos objetivas, porque no todo el mundo puede acceder a ellos. Del mismo modo, en lugar de a la Seguridad Social, que está tan masificada, acuden a la sanidad privada, más personal y mejor según ellos (aunque, cuando se les presenten problemas de envergadura, les desviarán a los hospitales públicos, que disponen de más medios y más médicos) y, como se fían más de los bancos que del Estado, lógicamente, pues éste va a quebrar en cualquier momento, contratan seguros privados que les garanticen el bienestar futuro.

El 'nuevorriquismo' desprecia la sanidad y educación del Estado a la par que propicia su deterioro

De donde viene esa desconfianza por los servicios públicos del Estado que discurre paralela a un fervor cada vez más extendido por los que presta el sector privado y que tanto sorprende a muchos extranjeros, para quienes la sanidad pública española es envidiable y en cuyos países generalmente la educación pública es casi exclusiva, no porque no sean ricos, sino porque consideran sencillamente que es la mejor. Es algo que se discute desde hace tiempo sin que nuestros opinadores encuentren una explicación.

Porque, si bien es cierto que tanto la educación como la sanidad públicas españolas tienen problemas, especialmente en aquellas autonomías en las que los gobiernos de la derecha se empeñan en arruinarlas para justificar su privatización, que es lo que pretenden, ello no explica tal desapego hacia ellas, del mismo modo en que tampoco se entiende mucho esa admiración creciente que despierta en muchas personas todo lo que tenga que ver con el sector privado. Salvo que entendamos como justificación, claro, el deseo de muchos compatriotas de emular a las clases más pudientes, que desde siempre han puesto por encima de cualquier otro el criterio de la exclusividad.

El caso es que, de un tiempo para acá, coincidiendo con la bonanza económica que España ha vivido durante años, incluso ahora que esa bonanza se ha detenido a causa de la crisis, los españoles se han lanzado a comprar acciones de las empresas privadas de educación y de sanidad, bien sea en forma de contratos, bien trasladando a sus hijos de los colegios y universidades públicos a los cada vez más numerosos centros privados. Todo ello en la convicción de que son mejores y de que en ellos no encontrarán inmigrantes (salvo los hijos de diplomáticos y gente así) y toda esa gente cutre que llena los hospitales y los colegios e institutos públicos. Razón no les falta, a decir verdad, si no fuera que ellos mismos, muchas veces, comparten esa condición para los ricos de toda la vida, que ven con desagrado cómo los hospitales y los colegios privados empiezan también a masificarse y a vulgarizarse con su presencia. Es lo que tiene vender ideas, que, si te las compran, ya no son tuyas.

El problema, en cualquier caso, no es la actitud de todas esas personas, que, al fin y al cabo, se pagan con su dinero su afán de ascenso social, sino, para los demás, aquellos que no podemos o no queremos seguir sus pasos, el deterioro de los servicios públicos al que de modo premeditado, aunque muy sutil, están llevando en los territorios de su competencia ciertos gobiernos autonómicos (esos que consideran que lo privado es siempre mucho mejor que lo público) con el fin de desviar a los usuarios hacia aquél, lo que les permite de una tacada ahorrar dinero y hacer negocio (¿o en manos de quién están, si no de ellos y sus amigos, los colegios y las clínicas privados?), y el consiguiente desprestigio que de todo lo que sea público se ha establecido en nuestra sociedad. Un desprestigio que cala cada vez más, como continuamente nos muestran muchos ejemplos (deplorar los servicios públicos es casi ya un deporte nacional, incluso entre sus trabajadores), y que se manifiesta sobremanera en el modo en que la gente se comporta ante los servicios públicos y ante los que no lo son. Así, uno puede observar cómo la gente llega ya protestando a los primeros, tenga razón o no para hacerlo, mientras que en los segundos aguanta colas o negativas sin rechistar. O asistir a la escena que un fontanero (el ejemplo sirve para cualquier otra profesión) que en su trabajo hace esperar varias horas, incluso días, a sus clientes sin dar luego ninguna explicación por ello protagoniza porque su médico de cabecera tarda 15 minutos en atenderlo.

Y es que, al hilo de todo lo comentado, parece que los únicos que tienen responsabilidad por sus actuaciones son los empleados públicos, mientras que los de las empresas privadas están exentos de cualquier culpa. Es más, contraviniendo la ley y hasta la lógica, a aquéllos se les presupone todo tipo de defectos y carencias mientras que a éstos se les ve como modélicos, incluso cuando son, como pasa con muchos médicos, que actúan al mismo tiempo en los dos sistemas, exactamente los mismos.

Al final, va a tener razón El Roto cuando sintetizaba en una de sus viñetas con su habitual vitriolismo el nuevorriquismo hispánico. Dos muertos esperan en sus ataúdes el momento de su enterramiento y uno le dice al otro: "Pues a mí me hicieron la autopsia por lo privado. ¡No veas qué diferencia!".

Julio Llamazares es escritor.

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