Teatro Copenhague
En toda la ceremonia de Copenhague se percibía un cierto ámbito de irrealidad, y hasta la foto más verdadera, la del Madrid de la esperanza olímpica, con un 70% de sus obras realizadas, tenía el toque de engaño de la propaganda o, si se quiere, del sueño. Se trataba, como es lógico, de un Madrid fragmentario. Pero Madrid es eso: una ciudad fragmentaria. Retratada por donde sea más útil para venderla siempre se puede encontrar la foto eficaz de Madrid, pero pocas veces se la retrata con justicia, acaso porque resulta difícil someter a la instantánea la variedad.
Esto no quiere decir que el Madrid que se vio en Copenhague fuera falso por incompleto, porque es de suponer que a aquel escenario de competición nadie lleva el retrato del defecto. Pero también el retrato de la corazonada, si se tiene por tal al relativo entusiasmo popular, aumentado por el delirio de los medios con el sentimentalismo y la cursilería que posee en ocasiones la crónica deportiva, tuvo su retrato verdadero, aunque inevitablemente exagerado. Y verdadero era, por más que resultara increíble, el retrato de esa unidad institucional en la que Madrid fue capaz de juntar a Esperanza Aguirre con José Luis Rodríguez Zapatero, sin que ella temiera por su bolso ni él por su cartera.
Hasta la foto más verdadera, la del Madrid de la esperanza olímpica, tenía el toque de la propaganda
Todas esas fotografías aleccionadoras, aunque ninguna sea de fiar, porque todas son ahora susceptibles de manipulaciones desmesuradas, no sé si impresionaron a los que tenían que dar su voto o las consideraron tan naturales que no llegaron a impresionarse. Pero a los que vivimos aquí, y sufrimos los efectos de las desavenencias y de las faltas de conexión de las instituciones entre ellas y de ellas con la ciudadanía, nos parecía un sueño la unidad. Y su puesta en escena una obra de ficción.
Nadie duda de la necesidad del teatro en el complicado mundo del olimpismo, que se proclama tan sano y alberga sin embargo tan variados intereses e intrigas como las más imperfectas organizaciones, y nuestras autoridades han representado sus papeles como verdaderos profesionales de la ficción, pero el tufo a irrealidad no alcanzaba sólo a los gestos, sino incluso a las palabras. Y a las palabras de todos. Porque si concederle los Juegos a la ciudad del conflicto, y Madrid lo es a veces hasta el extremo, le hubiera traído a la ciudad los valores de convivencia y civismo que proclamaron en sus discursos angélicos Zapatero y Gallardón, Aguirre y los deportistas que actuaron en la representación, hubiera merecido la pena llorar, como lloraron los niños en la plaza de Oriente, al fallar la corazonada. Pero la retórica empleada para espiritualizar el legítimo negocio de la ciudad y sus ambiciones muy materiales no dejaba de sonar a una música muy celestial, propia de la ceremonia de unos seres bondadosos y amables que llamaban al cielo para que les colmara con la gracia de unos Juegos Olímpicos. Zapatero, que se mostró orgulloso de la gran pericia de España en la organización de eventos, no debió pensar en ese instante que aquí algunos eventos son un maná de la corrupción. Pero a lo mejor temió con Gallardón, recordando a Grecia, que de sernos otorgada la gracia de los Juegos El Bigotes o algunos de sus apóstoles en Gürtel aparecieran con distinto collar dispuestos a echar una mano.
Lo cierto es que al filo de las siete de la tarde del viernes pasado, cuando acabó aquel sueño, tras compartir el desconsuelo que Zapatero y Gallardón se expresaron mutuamente en un abrazo, y Aguirre y Rajoy en una conversación que seguramente devolvía a los actores a su vida real, otra vez a la gresca que no cesa, uno ya sabía con lo que volvería a encontrarse después de la pequeña tregua: con la guerra sin cuartel en el Madrid sin sosiego de la política y con la política que retira los guantes de gomaespuma al entusiasmo popular organizado e ignora las manos sin guantes de los que no son escuchados. Fue la hora de pensar en 2020. Pero para 2020, a Zapatero no le va a tocar papel alguno en la nueva función. Y Gallardón, que había prometido quedarse hasta 2016 para completar su obra, no lloraba sólo por Madrid, sino por sí mismo. Esperanza Aguirre descartaría seguir siendo para entonces la presidenta de Madrid, pero sus verdaderos deseos no se los podía contar a Rajoy. Rajoy, libre ya del compromiso de haber tenido que alegrarse de algo en caso de que Madrid hubiera sido elegida, tal vez no estuviera dispuesto a asegurar que en 2020 pueda trasladarse del palacio de La Moncloa al estadio de La Peineta con su vicepresidente Camps. Y hasta el Rey, acostumbrado a no darse plazos, pues no hay elecciones que se los imponga, pudo haber pensado esta vez que no es imposible que dentro de 11 años el Jefe del Estado sea otro.
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