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Columna
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Canon

El otro día nos desayunábamos con la noticia de que el Juzgado Mercantil número 1 de Sevilla había fallado a favor de la persona del abogado Joaquín Moeckel, quien exigía la devolución del euro con 12 céntimos que se le había cobrado de más a su paquete de cedés en concepto de pago por los derechos de autor que pudiera llegar a vulnerar con dicha compra. Se trataba, según es público y notorio, del famoso canon digital, que grava con cantidades variables todo tipo de aparato o soporte electrónico capaz de reproducir, almacenar, difundir, duplicar cualquier artículo de padre conocido y como tal señalado en los registros. El polémico impuesto se aprobó después de un revuelo en que las sociedades de autores, generales y particulares, pusieron el grito en el cielo por el atropello al que la era cibernética los está sometiendo. Los nombres, apellidos y marcas patentadas se pierden rápidamente en el arroyo o se despintan como la tinta simpática dentro de este siglo posmoderno que nos ha tocado vivir, donde el plagio ha desplazado a la chispa inventiva y cualquiera monta obras de arte a precio irrisorio cortando y pegando retazos de obras anteriores. Es signo de los tiempos: el propio Lyotard admite que el afán de innovar no constituye sino una molesta superstición vanguardista y que lo verdaderamente actual y rompedor está en el arte de la reprografía. El DVD, el MP3, el PC, la PDA y otros acrónimos son artefactos todos que admiten con alegría los mismos principios fundamentales: que en un mundo donde la información puede replicarse infinitamente sin desgaste ni pérdida no tiene sentido hablar de original ni copia, y que la autoridad del autor sobre su obra, igual que el derecho patriarcal a decidir el destino de la familia, caducó con el burgués del siglo XX.

Creo que no seré el primero ni el único en expresar mi alegría por el fallo del juzgado sevillano. No es gran cosa, eso ya lo sabemos, ni poseerá siquiera valor de precedente, pero supone al menos un llamativo derecho al pataleo para todos quienes vemos en el asunto del canon una ley oportunista fabricada a medida de pescadores que temían reducir sus ganancias en los ríos revueltos. Imponer una tasa al consumidor desde la sospecha de que pueda usar el material adquirido para ejercer una apropiación ilícita equivale, para entendernos, a castigar a quien compra un cuchillo en previsión de las personas a las que pueda herir, o a multar a quien estrene coche en razón de los futuros atropellos que quizá realice. Significa, para entendernos más, que también deberían aumentar el precio de los folios en blanco, de las fotocopiadoras, de los bolígrafos y los lápices, de las grabadoras, las cámaras fotográficas, los espejos, los pisos con habitaciones angulosas donde resuene el eco: es decir, de cualquier ingenio que directa o indirectamente, de modo deliberado o no, sea susceptible de reproducir cualquier cosa protegida por una marca registrada. Sucesos como los vividos en Fuente Obejuna, donde un embajador de la SGAE se presentó con la intención de cobrar derechos de autor por la representación de Lope de Vega so amenaza de prohibir su montaje, nos revelan el paroxismo de desquiciamiento y sinsentido a que ha llegado esta fiebre por la autoría: me pregunto si pronto no intentarán hacernos pasar por caja por dibujar la marca de unas zapatillas en el dorso de una carpeta o por silbar una melodía que cuando resuena en las radiofórmulas ya abona su cuota preceptiva a las discográficas. Quien se preocupa en exceso porque su nombre o su rostro figuren eternamente al pie de lo que concibió soslaya un hecho: que toda gran obra (las catedrales góticas, los cantares de gesta, los cuentos orientales, las naciones, los dioses, la rueda, el arado y el refrán) es anónimo, de todos, de ninguno, de cualquiera.

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