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Columna
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Lectores, no temores

Supongamos que uno se encuentra por la calle, escrita en una pared, esta frase de Milan Kundera: "El verdadero mar sólo está ahí donde hay profundidad". O ésta de Marguerite Yourcenar: "El amor sabe: deletrea la carne". O este verso de Antonio Porchia: "No comprendes el río del llanto porque le falta una lágrima tuya". Supongamos que los lee. Sea cual sea el efecto que estas palabras le producen, ¿sería diferente si en lugar de haberlas recogido de una pared, le hubieran llegado escritas en la palma de una mano, un pergamino, una servilleta, una hoja de periódico, la página de un libro o la pantalla de un reproductor multimedia? No me parece. Creo que la diferencia no está en la superficie que contiene la escritura, sino en el antes y el después de su lectura. Por eso confieso no entender las inquietudes que está suscitando la llegada del libro electrónico, el alarmismo ligado a la posibilidad de que acabe con el libro de papel. No comparto ese temor. Lo veo, además, como insertado en un falso debate, o en un debate-espejismo, de ésos que parecen representar otro paisaje cuando en realidad sólo distraen del desierto o lo posponen. Y si utilizo la imagen de desertización es porque no me parece exagerada a la hora de abordar la situación actual de la lectura y el futuro del libro. Como en tantos otros asuntos, lo que está en juego es lo suficientemente importante como para que el debate no sea sólo de forma o formato sino de fondo; para que no se apoye en hipótesis sino en realidades. Y la realidad, abundantemente acreditada, indica, por un lado, que nuestros índices de lectura nunca han llegado a despegar, y, por otro, que las capacidades lectoras de los más jóvenes se debilitan o desaguan.

Y las razones hay que buscarlas dentro de la escuela donde no todo -por decirlo con delicadeza- enseña e incita a leer. Y fuera de ella, en otras instancias que son implícitamente educativas, que también transmiten modos y modelos: la televisión, la publicidad, las poderosas estructuras de entretenimiento y socialización. Desde ahí, ¿qué alimenta o alienta la lectura? La verdad es que más bien poco, por no decir que casi nada. Y entiendo que ésa es la clave del asunto, que ésa es la llaga donde hay que poner el dedo del debate. El libro no desaparecerá de la mano de los adelantos tecnológicos, sino por culpa del retroceso en las competencias e ilusiones lectoras, y en su renovación generacional.

Si se quiere que el libro no muera hay que sembrar lectores, no temores. Y dada la popularidad que entre los más jóvenes tienen hoy los gadgets multimedia, lejos de ver en la llegada del libro electrónico una amenaza, la veo como una magnífica oportunidad de invertir la tendencia; como un formidable aliado en la tarea de formarles en el hábito de la lectura, para que vayan no sólo encontrando, sino comprendiendo el sentido y el valor de leer: las innumerables felicidades que proporciona, la libertad que garantiza.

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