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Columna
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Noche de ronda

Jesús Ferrero

La noche se anuncia cálida y amable, bajo un cielo azul cobalto, parcialmente oscurecido por nubes plomizas y lejanas, y que por su inmovilidad no resultan amenazantes. Junto al intercambiador de Moncloa veo una Tuna. ¿Noche de ronda? Sí, va a ser una noche de ronda para miles y miles de personas dispuestas a convertir la noche en día. Por la calle Princesa avanzan riadas de gente hacia la plaza de España, donde el agua de la fuente del monumento a Cervantes brilla exhibiendo fosforescencias rosáceas. Las riadas de gente colman por igual la Gran Vía y las calles colindantes mientras me dirijo hasta la plaza de Oriente. La cola de gente para entrar en el Palacio Real se prolonga bordeando la verja de los jardines hasta casi llegar a la plaza de España. Dentro de una hora, nunca el Palacio Real habrá sido tomado por la multitud y es para pensar en la toma de la Bastilla. Frente a la cola, una banda toledana entretiene a los que esperan con estruendosos pasacalles, más allá, es la orquesta de Chinchón la que se ha lanzado a tocar un pasodoble, y más allá una nueva orquesta inicia su marcha hacia la plaza de Cibeles.

Las pinturas de Goya se me antojan más tenebrosas, los juegos de sus niños más crueles

Una nueva cola me sorprende por su longitud. La conforma la gente que espera para disfrutar de la visita guiada al Teatro Real. El edificio está rodeado por una serpiente humana que lo ciñe como un corsé. Frente a la cola, la terraza de la taberna del Alabardero está llena de turistas, que miran asombrados y que parecen transfigurados por la atmósfera misma de la noche, multitudinaria y febril.

Dejo atrás el teatro y me acerco al renovado mercado de San Miguel, que ahora parece el Palacio de Cristal de los gourmands, lleno de exquisiteces, de viandas, de quesos, de frutas, de vinos dorados, rosados y tintos de las mejores bodegas.

El ambiente en el mercado es alegre y distendido, y la gente no quiere desperdiciar la oportunidad de comenzar la noche con un buen caldo y unas virutas de jamón ibérico.

Son las nueve: empieza como quien dice la fiesta. Desde la calle Mayor veo miles de globos elevarse y perderse en la negrura de la noche recién nacida. Los globos inician su viaje a las alturas en la plaza Mayor, donde los poetas Ajo y Prado organizan la ceremonia de los poemas volantes. En los globos de Ajo se puede leer: "Esto supera la ficción, debe ser la realidad", y en los de Prado dice: "Lo que importa de un poema es en quién te convierte". Dos mensajes perfectos para la noche en blanco, una noche que supera toda ficción porque conjuga todas las ficciones: las que se muestran al público y la ficción asombrosa que conforma la multitud, apoderándose completamente de la noche y convirtiéndola en un lugar tan rumoroso como habitable.

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No es fácil atravesar la Puerta del Sol, donde la gente se arremolina alrededor del autobús negro sobre el que está tocando la orquesta de Nacho Mastretta, que suena admirablemente bien. Escucho una balada de aire eslavo y es como si la noche cambiase de ritmo y de dimensión. En una esquina de la plaza, tomo una cerveza con tres viejos amigos a los que acabo de encontrar junto a la orquesta y me dirijo más tarde hacia la Cibeles por la calle de Alcalá, jalonada de bandas que tocan pasacalles. La gente entra y sale del teatro Alcázar y vuelvo a ver una cola de casi medio kilómetro que me guía hasta la entrada de la sala Alcalá de la Comunidad de Madrid, donde se puede ver una exposición de Annie Leibovitz. La dejo atrás, paso ante la caseta de Xacobeo 2010, donde me dan dos folletos, y llego a Recoletos donde Blanca Li me invita a bailar con ella desde las pantallas que se van sucediendo por el paseo. La gente no es menos numerosa que en otros lugares del centro y me siento envuelto por un universo sonoro muy diferente al de otras noches. Me envuelven los cuerpos, la música, las voces. Oigo a una chica que le dice a su novio: "Tu padre tiene una forma de ser muy compleja que se acentúa por la noche". ¿Estará hablando del hombre lobo?, me pregunto lleno de estupor. Más adelante, otra mujer musita: "Tomás es verdaderamente retorcido, preferiría no cruzarme con él". ¿Estará hablando del mismo sujeto que la otra?, me pregunto poseído por un asombro renovado. Giro la cabeza y veo una nueva cola, tan larga como las anteriores, custodiando la entrada de la galería Thyssen. "Uno, dos, tres, cuatro..." Desde los altavoces Blanca Li sigue invitándome a bailar como si me conociera desde siempre y acabase de localizarme entre la multitud.

Un poco agobiado por la gente y por las palabras cada vez más sugerentes de Blanca Li decido entrar en el museo del Prado deslizándome como un tonto entre la gente. Es extraño pasear por el museo de noche. El hecho de abordarlo a una hora desacostumbrada, a una hora "muerta", te obliga a ver a los maestros de otra manera, como si estuviesen rodeados de oscuridad, como si estuviesen cercados por la atemporalidad de la noche, tan diferente a la temporalidad apremiante del día. Un cuadro de Tintoretto se muestra a mi mirada como si lo viera por primera vez y otro de Velázquez me susurra al oído que me fije en él porque aún no lo he descubierto: se trata de La fragua de Vulcano, que de noche es más fragua y Vulcano es más Vulcano. Lo mismo me ocurre en el museo de Bellas Artes. Las pinturas de Goya se me antojan más tenebrosas, los juegos de sus niños callejeros más crueles, y El entierro de la sardina adquiere de pronto ante mis ojos un patetismo sangrante que parece elevado a la enésima potencia gracias a la gente que me rodea y gracias a la noche, que hacen que mi mente y mi mirada crea que los interiores del museo están más oscuros que otras veces y más poblados de fantasmas que pululan como figuras claroscuras entre Los mercenarios de Zurbarán, la María Magdalena de Ribera y los cuadros de Tintoretto, Rubens y Mengs.

Desando lo andado, vuelvo tras mis pasos y compruebo que las colas que veía a primera hora de la noche siguen tan nutridas como antes. Figuraciones rojas se proyectan sobre el palacio de Linares y una voz sepulcral habla de sus fantasmas mientras la Gran Vía es una melodía de luces y de sombras. Vuelvo a pasar por la Puerta del Sol, donde Mastretta sigue con su orquesta sobre el autobús y desciendo por la calle Mayor para torcer más tarde a la izquierda y alcanzar la plaza de Ramales, donde está tocando la orquesta Escuela de Letras Jazz Band. Las baladas se alternan con poemas recitados. La gente está muy atenta formando un círculo casi perfecto en torno a los músicos y los poetas y la noche sigue tan amable como cuando inicié mi travesía.

Aquí concluye mi crónica. No he podido ver más desde las ocho de la tarde, cuando inicié mi andadura por el centro de Madrid, hasta ahora mismo, al filo de la medianoche. Sé que hay muchos espectáculos más, llenando este y otros flancos de la ciudad de hogueras fosforescentes, de exposiciones, de recitales, de conciertos, de tiendas, bares y museos abiertos. De propuestas que te permiten, en una sola noche, un viaje vertiginoso por el pasado, el presente y el futuro de las más diversas manifestaciones estéticas. Para muchos la noche acaba de comenzar, y quizá para mí también. En cuanto envíe esta crónica quiero volver a fatigar las calles, quiero entrar en la Thyssen, quiero ir a Legazpi, quiero, quiero, quiero...

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