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ANÁLISIS
Columna
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Diez años y otro más

La impresión de que el tiempo se comprime y se despliega como un acordeón no nos asalta sólo en las vivencias privadas, sino que se proyecta igualmente a la vida pública. El calendario sostiene que esta semana se ha cumplido un año desde que el Tribunal Constitucional atajó el propósito del lehendakari Ibarretxe y su Gobierno tripartito de celebrar un ambiguo referéndum soberanista disfrazado de inocua consulta popular. Sin embargo, la sensación es que ha transcurrido mucho más tiempo que los 367 días medidos entre aquel 11 de septiembre y hoy. Existen indicadores sólidos que sustentan esa impresión: el impulsor de la consulta, Juan José Ibarretxe, ha pasado entretanto a la condición de ex y se ha apartado discretamente de la vida política; el Gobierno que le arropó ha sido sustituido por otro de distinto signo y apoyos; y la causa que tanta agitación y tantos esfuerzos reclamó, el llamado derecho a decidir, se ha visto arrumbada a un discreto limbo.

La propuesta del derecho a decidir, de la omnipresencia a casi el olvido en apenas un año
El PNV encuentra ahora una misión más imperiosa: recuperar para sí el poder perdido

De la omnipresencia al casi olvido en apenas un año. Un buen ejemplo de la capacidad que tiene el poder político para determinar la agenda pública y poner sobre la mesa de discusión las cuestiones que más le fascinan. Esa potestad para decidir de qué se habla y qué se calla constituye, en realidad, el atributo más ejecutivo de un gobierno en la era de la democracia mediática que vivimos; y suele ejercerse a conciencia. Que esos asuntos coincidan o no con el interés mayoritario de los ciudadanos y tengan contacto con necesidades demostrables resulta a veces un aspecto secundario, que no arredra al político o gobernante. Estos siempre tienden a pensar que sus preocupaciones e intereses coinciden con los del conjunto de la sociedad.

Según el guión escrito entonces desde el Gobierno vasco, Euskadi no podía seguir viviendo sin que se le reconociera el derecho a decidir su futuro (como si no lo estuviera ejerciendo democráticamente desde al menos 1979). Que la comunidad de los vascos se pronunciara en una tortuosa consulta de autodeterminación se había convertido en su empeño principal. Conseguirlo se presentaba no como un objetivo político planteable, sino como una necesidad histórica ineludible e inaplazable. Poco importó que comenzara a verse que los efectos de la crisis que arrancó con las hipotecas basura de Estados Unidos no iban a detenerse en el sector financiero. Y tampoco fueron suficientes, para que el lehendakari Ibarretxe revisara sus propósitos, las dudas que crecían dentro de su partido sobre la viabilidad y rendimientos de su empeño. La inercia de Lizarra, donde todo había arrancado diez años antes, era demasiado fuerte en el nacionalismo institucional, cuyos reflejos políticos, por otro lado, se habían visto menguados por tres décadas al frente del Gobierno y la consideración interiorizada de que nadie más podría encabezarlo.

Si el reconocimiento del derecho de autodeterminación fuera, efectivamente, una necesidad imperiosa, no habría desaparecido tan radicalmente del escenario político. Por supuesto, hay quienes defienden esa posición, y son bastantes en nuestro país. Pero lo que han impugnado los acontecimientos ha sido la perentoriedad de su demanda y, sobre todo, la afirmación de que ésta la comparte la mayoría de la sociedad. No hubo estallidos sociales cuando el Constitucional prohibió la consulta y menos aún se han producido revueltas cuando el debate sobre el derecho a decidir ha dejado abrir los noticiarios. De hecho, fue el PNV el más interesado en ponerle sordina cuando hubo que acudir a las urnas con la crisis económica atropellándolo todo.

Desplazado el partido de Urkullu del Gobierno pese a conseguir el mayor número de escaños, la capacidad para imponer la agenda política ha pasado a otras manos y han cambiado las cuestiones y los acentos del debate. También las prioridades del PNV, que ha vuelto a descubrir las incomodidades y limitaciones de estar en la oposición. Y ha encontrado una misión mucho más imperiosa que la de conquistar para los vascos el derecho de decidir: recuperar para sí el poder perdido.

Se cumple en estas fechas otro aniversario, el undécimo del Pacto de Lizarra. Aquel acto de acumulación de fuerzas abertzales alrededor de la tregua de ETA abrió un ciclo político que se ha cerrado de alguna manera este año. No puede decirse que el balance se presente muy favorable para sus principales protagonistas. Arrastrada por ETA, la izquierda abertzale ha quedado fuera del juego democrático, y la inercia de aquella dinámica ha llevado al PNV a la oposición. Todo eso en diez años y otro más.

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