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Columna
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'Malasagne'

Se titula La novela de Madrid y no es una novela, aunque tal vez sí un romance en el sentido inglés de la palabra. Su autor, el francés Philippe Nourry, tiene más de periodista que de historiador, y un gusto pronunciado por el toque romántico; los datos del libro, recién publicado por la editorial Planeta, son o parecen fidedignos (tampoco yo soy un experto en la historia de España), si bien el tono ameno, la frecuencia de las citas literarias y un hábil manejo de la intriga le dan esa dimensión novelesca. Se nota que está escrito originalmente para franceses, pues comparecen con más frecuencia que otros foráneos en el numeroso cast del relato, pero hay que agradecerle a Nourry su ecuanimidad en los largos capítulos dedicados a la guerra de la Independencia; Napoleón y su hermano José Bonaparte no están enaltecidos indebidamente, y el relato se mantiene en un fair play para todos los contrincantes (franceses, afrancesados, ingleses, españoles). Sólo tiene el autor la pequeña vanidad chovinista de redondear el perfil de la heroína madrileña Manuela Malasaña citando una oscura tesis universitaria dedicada a los auverneses instalados en Castilla en cuyas páginas, según parece, se revela que los Malasaña eran una familia, los Malasagne del Cantal, emigrados a Madrid en el siglo XVIII.

Las madrileñas "son pequeñas, graciosas, bien torneadas", escribió Théophile Gautier

El anecdotario abunda, a menudo traído a colación con un humor también sobradamente francés. Así, sobre el escudo de la ciudad, y después de Nourry señalar la presencia del oso en razón de la gran actividad cinegética que había en toda la Edad Media en los frondosos bosques que la rodeaban, la explicación heráldica del madroño ("un arbusto que hoy es muy raro en los robledales y pinares madrileños") resulta más veleidosa, concluyendo el autor que los paisajes no son inmutables, y la fauna tampoco. Muy al tanto Nourry del presente de nuestra capital toda ella patas arriba, tiene gracia su reconstrucción del episodio del motín de Esquilache visto en función de las molestias causadas al ciudadano de entonces, no tan sufrido como el de hoy. Las obras emprendidas, a partir del informe del arquitecto real Sabatini, Instrucciones sobre el pavimentado y la limpieza de las calles de Madrid, levantaron no sólo el suelo sino los ánimos, estallando la ira cuando otra pragmática del rey Carlos III ordenó aumentar la iluminación de las calles, a lo que el primer ministro, el marqués de Squilace, para el vulgo Esquilache, añadió la prohibición de la capa. Aunque ahora todos estemos en contra de los velos y los burkas, el madrileño de entonces prefería el mantenimiento de un cierto anonimato o veladura en sus andanzas nocturnas. Por razones galantes más que religiosas, es de suponer.

Y no barre Nourry para casa cuando le dedica grandes elogios a su compatriota Théophile Gautier en tanto que perspicaz observador de nuestra ciudad en las páginas correspondientes de su Viaje a España (1843). Se trata de unos de los mejores relatos viajeros del Romanticismo, muy aguda y bellamente escrito, aunque pueda sorprender esta descripción de las madrileñas del momento: "Son pequeñas, graciosas, bien torneadas, con el pie pequeño, el talle arqueado y el pecho de un contorno bastante rico; pero tienen la piel muy blanca, los rasgos delicados y agraciados y la boca en forma de corazón". El color de la piel y los formatos hoy han cambiado, y respecto a las bocas no sabría decir; me fío de Gautier, que besó muchas.

Al llegar a la época contemporánea, Nourry se aburre algo, sin dejar de contar bien las cosas, y proporcionando de vez en cuando algún cotilleo sabroso; yo, por ejemplo, no sabía que a los varones de nuestra Casa Real se les practica siempre la circuncisión, según el autor por influjo de los antiguos médicos judíos de la corona. ¿No será cosa árabe? La guerra civil es tratada con voluntad de imparcialidad, por desgracia no siempre lograda. A Nourry, que tiene una biografía titulada Francisco Franco, la conquista del poder, se le ve proclive a salvar todo lo que puede la figura del dictador, a quien retrata como "un autócrata a la antigua usanza, devoto hasta el extremo y más convencido aún de su misión trascendental dada la multitud de inhibiciones que poblaban su subconsciente". El molde freudiano le queda, me parece, demasiado ancho al sanguinario militarote de El Ferrol. Por el contrario, la muerte de Lorca es interpretada de un modo simplista.

La novela de Madrid acaba, tras darnos el sofoco de un disparatado elogio a la Obra de Dios ("¡La gente del Opus fue una suerte para España!"), con la inevitable Movida, un fenómeno que muchos franceses aún vienen a buscar bajo los adoquines de Madrid. Nourry no es tan ingenuo, pero paga el tributo movidesco y hasta encuentra sitio para glosar el perfil del alcalde Tierno Galván en su faceta menos untuosa. El libro acaba con Pedro Almodóvar, un héroe contemporáneo que el periodista francés pone a la altura de sus personajes más carismáticos, Carlos II el Hechizado, Pepe Botella (alias el Rey Plazuelas), Manuela Malasagne. También esto es muy novelesco.

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