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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Retoques fiscales

Suprimido el servicio militar, el pago de impuestos ha quedado como la gran contribución de los ciudadanos a eso que seguimos llamando Estado. Su importancia como acto de ciudadanía no está, sin embargo, al nivel de la discusión que suscita públicamente, y no se diga ya de la participación de los afectados en la toma de decisiones sobre la política tributaria. El debate fiscal es inexistente en nuestro país, si por tal entendemos discutir sobre quiénes tienen que aportar al sostenimiento de las cargas y servicios del Estado, de qué modo y en qué proporción. Una discusión radical de este tipo ha estado ausente de la plaza pública desde la gran reforma de Fernández Ordóñez de 1977. Lo que ha habido desde entonces han sido adaptaciones discrecionales a la baja adoptadas por el gobierno de turno -las últimas, de José María Aznar y de Rodríguez Zapatero, apenas hace tres años- conforme a motivaciones electoralistas y coyunturales. Pero sin un debate previo que someta las medidas planteadas a un contraste amplio bajo criterios de equidad, previsión de futuro y racionalidad.

El debate fiscal está fuera de la plaza pública desde la reforma de 1977
Los contribuyentes vascos deberán esperar a lo que decida Zapatero
Se aporta de acuerdo a lo que Hacienda sabe del contribuyente

No parece que esa discusión vaya a ponerse en la calle con motivo del aumento de impuestos de "carácter limitado y temporal" revelado vagorosamente la semana pasada por el presidente del Gobierno, después de que fuera precedido por avisos e insinuaciones no menos imprecisas por parte de otros miembros del Ejecutivo. La democracia deliberativa de la que Rodríguez Zapatero y otros políticos se declaran tan partidarios debe de quedarse para asuntos más ligeros. Por el contrario, el procedimiento seguido ahora viene a ser el mismo aplicado en otras materias: tras un enunciado general del propósito pretendido -en el presente caso, compensar el desequilibrio de las cuentas públicas, lastradas por la caída de los ingresos tributarios y el aumento de los gastos debidos al impacto de la crisis- se van soltando de forma tentativa posibles actuaciones. La mayoría de las veces, como insinuación y de forma negativa -no se dice lo que se va a hacer, sino lo que no se va a hacer-, y a veces de forma contradictoria. Si bien no hay que descartar que se tenga desde el primer momento el marco de la decisión, la impresión que se produce es que ésta llega por eliminación, tras haberse medido en los laboratorios gubernamentales las ondas de respuesta a los sucesivos mensajes de prueba emitidos. Nada más alejado del sistema propuesto por Phillip Petit que esta suerte de gobernación por sónar, pero es la que está triunfando con carácter general.

Sin embargo, hay que lamentar que vuelva a desaprovecharse la ocasión de ir más allá de los apuros coyunturales del déficit y revisar esa parte vital de la estructura del Estado que es el sistema fiscal. Un pilar que ha quedado con el tiempo bastante desencuadernado y ha perdido buena parte de los principios de equidad, proporcionalidad y progresividad que tuvo en sus inicios. Lo que no ha cambiado es el grado de elusión fiscal, que permanece enquistado entre el 20 y el 30% de los recursos tributarios. Como denuncia un conocido catedrático de Hacienda Pública, en España (y en Euskadi) los ciudadanos no contribuyen en proporción a su renta, sino según la información que la Administración tributaria tiene sobre ella y de las posibilidades de eludir su control. Se entienden de este modo los datos sorprendentes sobre el escaso número de millonarios confesos que existe en nuestro país, según Hacienda, en comparación con la abundancia de coches de lujo, viviendas, embarcaciones de recreo y otros signos externos de riqueza visibles por doquier. Y aunque es cierto que los verdaderamente ricos evitan los signos ostentosos, ese campo ofrece un amplio repertorio de pistas para luchar contra el fraude.

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Las últimas señales-sonda emitidas por Rodríguez Zapatero indican que la principal medida será deshacer parcialmente el paso dado en 2006, subiendo de forma selectiva la imposición a las plusvalías y rentas del capital desde el tipo fijo actual del 18%. Lo razonable de esa revisión -salta a la vista que no es equitativo que se graven igual los frutos de una gran operación especulativa en bolsa que los modestos ahorros de un jubilado- no suple, sin embargo, el coyunturalismo que impera en la política fiscal y que tuvo una de sus cimas con la deducción de los 400 euros en el IRPF. Es la suficiencia recaudatoria y/o los intereses electorales los que dirigen esencialmente la presión fiscal en uno u otro sentido. La afirmación genérica de que bajar los impuestos es de izquierdas debería ser también sostenible, para que no se quedara en un eslogan vacío, cuando existe superávit en las cuentas públicas y cuando éste ha sido devorado por un déficit mareante.

Resulta evidente que la cuestión no es tan sencilla, sino que para poner etiquetas a la política fiscal que se practica hay que contemplar el modelo en su conjunto y discriminar el peso de la imposición directa e indirecta y el reparto de las cargas tributarias según el origen y el volumen de las rentas. Pero no hay demasiadas expectativas de que la opinión pública exija afrontar una discusión abierta sobre el grado de contribución de los distintos segmentos sociales. El hecho de que Hacienda haya endosado por comodidad a las empresas la gestión de las retenciones del IRPF ha tenido efectos anestesiantes en los ciudadanos con nómina, porque apenas perciben de su contribución el ajuste final de la declaración del IRPF, muchas veces con saldo a devolver. Y al perderse la conciencia de la aportación se anula el impulso para exigir igualdad y proporcionalidad en el cumplimiento de las obligaciones fiscales.

Tampoco en Euskadi, cuyas instituciones forales tienen capacidad normativa para modular los principales impuestos, se manifiesta excesivo interés en suscitar ese debate público. Se impone, con la excepción de algún partido como Aralar, que se ha molestado en elaborar una propuesta de reforma general del sistema, la actitud de esperar a ver qué hace el Gobierno central, para luego calcar las medidas con algunas modificaciones cosméticas que dejen a salvo el estandarte de la soberanía y la diferenciación.

Sin embargo, la táctica de esperar y copiar -también sin discusión alguna sustancial- quizá no sea la peor solución ante el riesgo cierto de que una reforma de calado naufrague por la dificultad congénita de las fuerzas políticas vascas para intentar acuerdos de síntesis y el virus de los particularismos territoriales, que ha dado tantos espectáculos. Sobre todo con los incentivos a la inversión en el Impuesto de Sociedades, donde las diputaciones han hecho los únicos ensayos de fiscalidad imaginativa, si bien con resultados poco lucidos.

De modo que a los contribuyentes vascos les toca esperar a lo que resuelva finalmente Rodríguez Zapatero y (los que no pueda evitarlo) pagar a las haciendas forales lo que corresponda.

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