El coleccionista de parques
Cinco espacios íntimos y verdes más allá de Central Park
Debo a mi hija mayor el descubrimiento de varios lugares metafísicos de Nueva York. No llegamos a la Grand Army Plaza por azar, ni tampoco deliberadamente. Recorrimos el puente de Brooklyn y, tras reponer fuerzas en la terraza de un restaurante turco, siguiendo calles amplias y tranquilas, llegamos a la entrada principal de Prospect Park.
01 Prospect Park
El arco de triunfo, la disposición de las estatuas y la arboleda, el despliegue de piedra y espacio: todo ese clasicismo extravagante impresiona después de la normalidad suburbial. La Grand Army Plaza podría ser un lugar de Berlín, o de Moscú. Antes de su remodelación a finales del XIX, algún crítico se lamentaba de que en invierno la plaza parecía Siberia. De Chirico habría disfrutado proyectando sombras en esta plaza única, que acoge una biblioteca en forma de libro abierto y un busto de JFK.
El Prospect es un hermano menor de Central Park, más misterioso y familiar. Vagar por sus frondas y vaguear en su césped esperando que algo suceda son placeres tranquilos y anónimos. No hay a su alrededor altos y orgullosos edificios que le vigilen a uno. La naturaleza se despliega a su aire. Se puede pasar varios días sin salir del Prospect: jugando al frisbee, escuchando música, remando. El Jardín Botánico y el excesivo Brooklyn Museum, sin contar el Zoo, son muy dignos de ocupar el precioso tiempo del curioso viajero minimalista.
02 Fort Greene
El coleccionista de parques, sin embargo, acabará dejándose seducir por otras zonas verdes de Brooklyn. Llegará primero al Fort Greene Park atraído por la columna dórica que corona el Martyrs Monument, en su día una de las más altas del mundo. El poeta Wihtman amaba ese lugar. Y luego, caminando hacia el sur, tal vez encuentre un pequeño parque con el mismo nombre que otro de Viena, el Kaiser Park.
03 Kaiser
Los parques excitan la pituitaria. Cada espacio verde tiene un olor característico (el Prospect huele a nueces abiertas). En el Kaiser, mientras paseamos por las dunas que dominan Coney Island, olemos a fango fluvial. Nos sentamos un rato a contemplar a los pescadores capturando blackfish, que viene a ser un mirlo de río. Los árboles que crecen en torno a Gravesend Bay atraen muchas aves migratorias, como cormoranes, mirlos de alas rojas y halcones de marisma. Los mirlos dan saltitos impertinentes en el césped. Es inevitable pensar en aquel poema de Wallace Stevens titulado Trece formas de mirar a un mirlo ("El hombre, la mujer y el mirlo / son uno"), mientras el sol se desliza por debajo del puente Vezarrano.
04 Bryant
Manhattan también tiene zonas verdes que aguardan al cazador de jardines. Un parque íntimo es el Bryant. Tomamos una de las sillas verdes metálicas y una mesa redonda y nos aposentamos en un buen lugar frente a la zona que los patinadores sobre hielo ocupan en invierno. La gente almuerza o cena, o las dos cosas a la vez -es difícil decirlo en Manhattan-, juega al ajedrez o simplemente habla con alguien. La New York Public Library arroja sobre Bryant una sombra densa, profunda, llena de palabras impresas, que contrasta con la atmósfera festiva del parque. Los reflejos de los rascacielos inundan de cielo y luz todos los rincones, los rostros, los troncos de los árboles de este jardín interior enmurallado de cristal. El Bryant es pequeño, coqueto, el patio trasero de Midtown. En verano brilla de activivad mientras que durante la época invernal uno entra en él con intención de leer un libro o escribir un poema, pero pronto se siente llamado por el fulgor excitante del hielo. "Release your inner skater" (libera tu patinador interior), incita un letrero. Una vez probado, volveremos siempre al Bryant.
05 Riverside
Jamás me hubiera tomado en serio el Riverside Park si no fuera por mi hija, que vive muy cerca, en la calle 88. Este parque es una franja ribereña del Hudson que se extiende desde la calle 72 hasta la 158. Está jalonado de monumentos que dan fe de una de las muchas caras que tiene NY: la solemnidad. Ese sentimiento que empiedra la Grand Army Plaza. Confieso haberme pasado un buen rato investigando alrededor del monumento a los soldados y marineros de la guerra civil, un templete macizo que vigila el Hudson. El protagonista de este parque es el agua. Los cambios de color y textura del río, así como el perfil de Nueva Jersey reflejado en la corriente, despiertan la sensación de estar en la cubierta elevada de un enorme transatlántico encallado en los arrecifes. Pero apenas se ven embarcaciones en el Hudson. Algunos veleros solitarios. Motoras apresuradas en las que ondean una desproporcionada bandera americana. Si damos la espalda al río, nos acogen los setos, los arbustos y las piedras que diseñó Frederick Law Olmstead, el hombre que creía en la felicidad de los parques. Huele a agua de colonia antigua rectificada por el vapor que emerge de las alcantarillas. Las ventanas de Riverside Drive reflejan el cielo, las gaviotas que pasan. El tráfico parece movido por un mecanismo automático. Es difícil imaginarse los rascacielos de Midtown en este magnífico bulevar acuático.
Ya en Harlem, en el extremo norte del Riverside, se eleva la acogedora sede de la Hispanic Society, otro lugar metafísico que atrae y deja perplejo, esta vez embebido de polvorienta solemnidad española y con bajorrelieve del Quijote. La silueta del hogar al fondo del parque neoyorquino.
José Luis de Juan es autor de Sobre ascuas (Destino, 2007).
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