Zapatillas y rascacielos
El parque High Line, el New Museum y el futuro museo Whitney de Renzo Piano. Estrenos en la Gran Manzana
Nueva York ha vuelto a conseguir lo imposible: renacer de sus cenizas y reconquistar su lugar como epítome de la modernidad urbanística. Desde finales de los ochenta, esta ciudad vivió principalmente de las rentas de ese glorioso pasado cultural y arquitectónico adquirido con sus revolucionarios rascacielos a principios del siglo XX, pero como ciudad apenas contribuyó a marcar la diferencia en los albores del XXI. Luego llegaron los ataques del 11-S y una década de confusión en la que Pekín, São Paulo, Barcelona o Berlín le robaron protagonismo. Hasta ahora.
En los últimos dos años, diversos proyectos han confluido en Nueva York y han conseguido que esta ciudad, que optó por venderle su alma a la especulación inmobiliaria, con la consiguiente mediocridad estética, vuelva a ocupar un trono privilegiado entre las urbes con ideas de vanguardia. La más revolucionaria es el parque High Line (www.thehighline.org; abre de 7.00 a 22.00), inaugurado el pasado junio, un espacio abierto a la imaginación que atraviesa la ciudad a nueve metros del suelo, por encima del tráfico y por debajo de las nubes, con aspiraciones de voyeur indiscreto y de lugar para la evasión. Tiene vistas tridimensionales a los rostros de los peatones, a las parejas en la intimidad de los edificios y, sobre todo, a una ciudad que se funde de forma insólita y original con la mismísima esencia de un parque en el que la vegetación se mezcla con el cemento y juega a robarle espacio como lo hizo durante décadas mientras fue una vía de tren abandonada.
El parque (con accesos en las calles 14, 16, 18, 20 y Gansevoort) habita sobre los 2,4 kilómetros de hierro horizontal por los que viajaba un tren elevado que dejó de usarse en los pasados años treinta y que inexplicablemente mantuvo intacta su estructura de hierro entre edificios hasta que un grupo de vecinos propuso transformarlo en un parque y triunfó frente a los tiburones inmobiliarios que abogaban por su desmantelamiento. Su nacimiento es el colofón a una serie de novedades arquitectónicas y urbanísticas que tienen como eje central humanizar el espacio donde se desarrolla la vida ciudadana de Nueva York.
Según Ricardo Scofidio, del estudio Diller Scofidio + Renfro, responsable tanto del parque High Line como del nuevo y espectacular auditorio del Lincoln Center Alice Tully Hall, "ha sido Europa la que le ha devuelto a Nueva York la idea de que la arquitectura tiene que servir para contribuir a hacer más habitables los espacios públicos". Él lo atribuye al llamado efecto Bilbao, provocado por el Museo Guggenheim, "que hizo que los políticos descubrieran que la arquitectura podía imprimir carácter a la ciudad y ayudar a sus reelecciones", y la extensión de ese efecto es que, por fin, se empieza a pensar en los arquitectos como "agentes que pueden contribuir a través del diseño a mejorar los espacios públicos". El parque High Line y el auditorio Alice Tully Hall, cuyo hall abierto y acogedor se ha transformado, sin premeditación, en un punto de encuentro natural para los ciudadanos del barrio que circunda el Lincoln Center, son excelentes símbolos de cómo humanizar la ciudad a través de proyectos inteligentes y visionarios.
Scofidio, además, subraya lo importante que es el papel de los políticos, incluso si su implicación no es desinteresada. En el caso de Nueva York, el alcalde Michael Bloomberg puede justamente llevarse una parte del mérito. Gracias a él la ciudad está cubriéndose de vías verdes para ciclistas, y en lugares en los que antes se reverenciaba el poder del asfalto, como en las plazas de Times Square, Madison Square o Herald Square, han nacido este año insólitas islas de tumbonas, sillas y mesas que le han robado terreno al tráfico y le han entregado el poder al peatón.
Como escribe Nicolai Ouroussoff, crítico de arquitectura de The New York Times, "esta visión subraya el efecto positivo que puede ejercer un Gobierno en dar forma a los espacios públicos después de décadas de pasividad en las que se permitió que los intereses privados tomaran el mando".
Un estadio transparente
No obstante, Nueva York también ha perdido algunas joyas que pudieron ser y no fueron. Para los anales de la historia de la arquitectura imaginada quedarán los diversos proyectos públicos que Frank Gehry elaboró y nunca construyó en una ciudad que acaba de rechazar el último que aún aspiraba a ser real: Atlantic Yards, una zona residencial en el barrio de Prospect Heights, en Brooklyn, cuyo epicentro iba a ser un estadio de baloncesto transparente para los New Jersey Nets y diversos edificios con los que se aspiraba a revitalizar esta zona. Agobiado por la crisis, el constructor Bruce Ratner ha preferido poner el proyecto en manos de un arquitecto anónimo privando a la ciudad de lo que podría haber sido un nuevo foco de vida urbana. Gehry aspiraba a estimular el área creando un alter ego elegante y sofisticado de Times Square en el corazón de Brooklyn y espacios públicos que revitalizarían un área que hoy es una mezcla fría entre descampado, estación y viejos edificios. Eso sí, muchos de ellos son de renta antigua, por lo que la propia supervivencia de los vecinos les ha convertido en opositores del cambio.
En otros barrios de la ciudad, en cambio, incluso la falta de entusiasmo vecinal ante la llegada de un edificio se ha transformado, tras construirse, en optimismo. Ocurrió con el New Museum (235 Bowery; www.newmuseum.org; de 12.00 a 18.00; jueves y viernes, hasta las 21.00; lunes cerrado), ese blanco y asimétrico edificio de cajas superpuestas proyectado por los japoneses Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa (el estudio SANAA) que se inauguró hace casi dos años. Cuando se anunció su llegada a la calle Bowery en 2003, la sensación general fue que subirían los alquileres y que el barrio, el East Village, se convertiría en carne de inmobiliaria desalmada. En parte así fue. El mítico local CBGB, donde nacieron el punk y los Ramones, tuvo que cerrar, como también se vio obligada a cerrar esta primavera la mítica Amato Opera. La especulación facilitó la llegada de rascacielos anodinos que aniquilaron el paisaje de casas bajas característico de la zona, aunque últimamente algún edificio interesante ha echado raíces, como el inquietante Cooper Union for the Advancement of Science and Arts, firmado por Morphosis. Pero quizá lo más relevante sea la explosión de vida a pie de calle en un barrio que en apenas dos años se ha convertido en el segundo centro de peregrinación artística después de Chelsea. Con la llegada del New Museum también llegaron decenas de galerías, como Reena Spaulings o Eleven Rivington, centradas sobre todo en jóvenes artistas. Y con ellas llegaron bares como el White Slab Palace, restaurantes como el Allen and Delancey y decenas de boutiques coquetas que han contribuido a convertir el Lower East Side, East Village y parte de Chinatown en uno de los nuevos barrios de moda de la ciudad, en ardua competencia con el Meatpacking District.
El barrio de los mataderos, que fue popularizado por la serie Sexo en Nueva York, con sus clubes pijos y sus boutiques de Stella McCartney, también está viviendo un resurgir arquitectónico. Allí arranca la High Line, en la calle Gansevoort, y precisamente en su primer tramo se construye ahora lo que será la segunda sede del Whitney Museum, un proyecto de Renzo Piano que contribuirá a dibujar ese nuevo skyline que sin duda marcará los cielos de la filmografía del XXI. En ese nuevo horizonte ya está el Standard Hotel (848 Washington Street), una mole de cemento y cristal que parece flotar delicadamente sobre el High Line. A sus pies se ha creado una plaza cuya hostilidad de hormigón contrasta con un mobiliario urbano de colores que invita al paseante a sentarse frente al edificio y observar los extremos estéticos del barrio circundante. El hotel, proyectado por Todd Schliemann, de Polshek Partnership Architects, acaba de ganar el premio al mejor nuevo edificio del año que concede la Sociedad Municipal de Arte de Nueva York. Esta institución, comprometida con la planificación urbana inteligente, también ha premiado la nueva caseta de venta de billetes para Broadway que se ha instalado en Times Square.
Con casi una década de retraso respecto a lo proyectado, esta caseta-anfiteatro de cristal se inauguró el pasado otoño y se convirtió en una de las nuevas atracciones de la ciudad. No sólo es el lugar en el que encontrar entradas baratas para los espectáculos de Broadway. Su escalinata transparente sirve de anfiteatro para observar, gratis, la orgía de pantallas, anuncios, letreros e hiperactividad que hace de Times Square una pesadilla para el neoyorquino y una atracción hipnótica para el visitante.
Luces con arte
A lo largo de la High Line, que en el futuro llegará hasta la calle 34 -hasta ahora sólo se ha abierto un primer tramo entre Gansevoort y la calle 20-, hay otros edificios que marcan la entrada en el nuevo siglo arquitectónico neoyorquino. Entre el parque y el río Hudson hay uno de Frank Gehry, el único que tiene la ciudad. Es pequeño, privado (pertenece a una empresa) y tan poco ostentoso que es difícil saber que es suyo, pero su blanca elegancia indica que está firmado por alguien con talento. Junto a él desfilan o desfilarán (está lleno de proyectos en construcción) nuevos edificios residenciales de Jean Nouvel, Annabelle Selldorf o Audrey Matlock. Además, quienes ya estaban instalados sobre el High Line también contribuyen a enriquecer el nuevo espacio. La casa de subastas Phillips, De Pury & Company (www.phillipsdepury.com; 450 West 15 Street), ha iluminado sus salas de tal forma que si uno pasea de noche por el parque casi puede tocar y admirar las obras que allí se exhiben. Y aún mejor: una vecina que llevaba treinta años viviendo sobre un edificio que se asoma a aquellas ex vías de tren ha aprovechado su ubicación y las luces del nuevo parque y ha creado el High Line Renegade Cabaret: cada semana organiza un concierto o espectáculo sobre las escaleras de incendios de su edificio. ¿Su público? Cualquiera que esté dispuesto a mirar hacia el Nueva York del siglo XXI.
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