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Columna
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Rarezas

Me hubiera gustado viajar de vacaciones a Zambia. Pero no he estado en Zambia. Tampoco he leído Milenio, aunque en este caso no estoy seguro de si me hubiera gustado hacerlo. De haberlo hecho, me vería ahora mismo en un brete, y me hubiera privado además del placer de disfrutar de los vaivenes de su recepción. Su línea divisoria la marcan las palabras de Donna Leon. Antes de que ésta dijera que esa novela le parecía muy mala, y un peligro que pudiera gustar a tanta gente, todo eran elogios para la saga nórdica. Después, todo son tibiezas, de modo que, ¿se atreve alguien a decir ahora mismo, después de Leon, lo que sí decían antes, a saber, que esa novela es, o casi, una obra maestra? Lo que hubiera pensado yo antes de y después de confieso que es un misterio que me encandila, misterio que irremediablemente está condenado a seguir siéndolo. Libre, pues, de Zambia y también de Milenio, he pasado las vacaciones en casita, ajeno al mundanal ruido, a astenagusias y a otras niñerías. Lo de Zambia no he podido compensarlo con nada, pero libros he leído unos cuantos.

Ahora mismo leo uno que me está apasionando. Se trata seguramente de una rareza, no apto para convertirse en la canción del verano, tampoco apto tal vez para todos los públicos, pero como confío en no ser el único raro y soy consciente de que el sol no brilla sólo en un único punto, me voy a dar el lujo de hablar de él. Maurice Olender es un profesor francés de la École des Hautes Études parisina que se dio ya a conocer entre nosotros con un librito ejemplar, Las lenguas del Paraíso. Analizaba allí las impurezas, tanto en el origen como en sus resultados, de algunas disciplinas surgidas en el XIX y que reclamaban para sí el estatus acordado a las ciencias. A través de las obras de Herder, F. Max Müller, Adolphe Pictet y, sobre todo, Ernest Renan, Olender nos mostraba cómo el rigor del método de esas disciplinas, la filología comparativa y la antropología comparativa, servían, a la postre, para configurar dos prototipos fabulosos -lingüísticos, intelectuales y raciales- opuestos y de consecuencias monstruosas: el ario y el semita.

En el libro que ahora leo, Race and Erudition, Olender aborda temas similares, aunque se centra más en este caso en la figura del indoeuropeísta Georges Dumézil, cuya honestidad alaba, y al que trata de defender de algunos de sus sedicentes y espurios seguidores, arianistas de nuevo cuño y tan peligrosos como los de generaciones anteriores. Pero hay además una entrevista soberbia con el ya fallecido Hans Robert Jauss, miembro de la escuela de Constanza y principal representante de la Teoría de la recepción: ¿A qué se debe el silencio -antes, durante y después del nazismo- de toda una generación de intelectuales alemanes que se vieron comprometidos con él? H. R. Jauss militó en su juventud en las Waffen-SS, un hecho que nunca ocultó. Imprescindible. Confío en que alguien lo traduzca al castellano.

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