Una falacia machista
Ayer unas imágenes brutales ilustraban la sección de Cataluña en este periódico. Sobre el fondo de los soportales de la Boqueria, se distinguen claramente dos parejas practicando sexo, cada una bajo un arco. En el más cercano al espectador, un hombre erguido realiza una penetración anal a una mujer que se dobla sobre sí misma para ofrecer mejor su trasero; los pantalones bajados de él -el mínimo descenso para permitir la ejecución- dejan al aire unas nalgas blanquísimas que contrastan con el color chocolate de las de ella. En el arco más alejado, un hombre -también blanco- se apoya con actitud pasiva en una de las columnas, mientras una mujer -también como la otra, de piel oscura-, de espaldas al espectador, sostiene en alto la camiseta de él para que no estorbe la más que probable felación que está a punto de hacerle. No es preciso que ningún pie de foto aclare que se trata de prostitución en la vía pública; resulta obvio.
La edad de los puteros ha bajado hasta los 30 años de media y hay chicos de 18 que ya han probado esta forma de "diversión"
Las imágenes hieren a quienes las soportan a diario en vivo y en directo y a quienes las ven impresas en el periódico. Es vergonzoso, dicen las bocas de esas miradas. Y yo me pregunto qué están calificando de vergüenza: ¿ese acto sexual realizado en la calle o la violencia que representa que un hombre abuse de la situación de vulnerabilidad de una mujer? Me temo que una gran mayoría de personas sienten repugnancia porque consideran que el sexo debe practicarse en la intimidad -razonamiento que comparto-, pero dejarían de sentirse afectadas si ese mismo acto se desarrollara tras unas paredes. Y, sin embargo, la violencia contra esa mujer -esas mujeres- se seguiría perpetrando.
Preguntados los comerciantes de la zona acerca del fenómeno creciente dicen que "hay muchas más putas que nunca". No es difícil establecer, pues, una relación entre la crisis económica que vivimos y la proliferación de mujeres en situación de prostitución. Y, sin embargo, no es ésta la única explicación, existen por lo menos dos más.
Por un lado, las mafias llevan tiempo paseándose a su gusto y operando con total impunidad no sólo por el Raval, sino, pongamos, por las carreteras del Ampurdán. En las carreteras, a veces, los proxenetas ocupan el lugar de sus pupilas bajo el parasol y sestean en la sillita de plástico a la espera de que ellas regresen con los 20 miserables euros que han cobrado por un "completo". En la Rambla de Barcelona, los macarras -15 a lo sumo, dicen quienes conocen la zona- van arriba y abajo controlando a las chicas y propinándoles alguna paliza si no cumplen como es debido.
Por otro lado, la clientela no deja de crecer. En los años casposos de la posguerra, años de una represión sexual intensa -especialmente para las mujeres-, ir de putas era considerado un mal menor, que servía para aliviar la soledad de hombres mayores y para dotar a los jóvenes con los mínimos conocimientos indispensables. En las primeras décadas de la democracia, ningún hombre joven habría alardeado de frecuentar prostitutas, ya que se consideraba propio de carcamales reaccionarios. Y, sin embargo, en las primeras décadas del siglo XXI, los hombres jóvenes lo consideran casi obligado.
Éstos son los datos: uno de cada cuatro españoles admite haber pagado por sexo, aunque es probable que esta cifra quede muy por debajo de la realidad. La edad de los puteros -nada de llamarles "clientes"- ha bajado y la media se sitúa en los 30 años, aunque hay chicos de 18 que ya han probado esta forma de "diversión". Y, por último, no es fácil obtener un perfil del usuario: se les encuentra en cualquier profesión, en cualquier estado civil y en cualquier tramo de edad, y la única característica que les hermana es su incapacidad para establecer relaciones de igualdad con las mujeres.
Lo más curioso de esta situación es que si las compañeras de clase o de trabajo de esos puteros tienen una conducta sexual libremente promiscua son tildadas por ellos de "putas", tal vez con la intención de que se mantengan vírgenes hasta el matrimonio. Una falacia machista, ¿no creen?
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