'Sushi' al estilo Penedès
"Todos los recuerdos son una mierda. Todo lo que hay fuera de esta habitación es una mierda...", clamaba Marlon Brando en el microcosmos de cuatro paredes, colchón y mantequilla de El último tango en París. Algo que también podría gritar el Sergi López de Mapa de los sonidos de Tokio, nueva película de Isabel Coixet, de no pocas concomitancias con el filme de Bernardo Bertolucci. Eso sí, en el universo de la catalana no caben los apartamentos desvencijados, los colchones deslucidos, las ratas y el existencialismo. El microcosmos de Coixet, una habitación de hotel que simula un vagón del metro de París, donde un vendedor de vinos catalán y una sicaria japonesa dan rienda suelta a su pasión, tiene las trazas habituales de su cine: manierista, afectado, colorista. Sin embargo, Coixet ha encontrado esta vez la fórmula para que su obra no resulte tan impostada: ha añadido artificio a su artificio habitual; el estilo Coixet ha encontrado en el sofisticado (y falsario) Tokio su lugar ideal para ser enmarcado.
MAPA DE LOS SONIDOS DE TOKIO
Dirección: Isabel Coixet.
Intérpretes: Sergi López, Rinko Kikuchi, Min Tanaka, Takeo Nakahara.
Género: drama. España, 2009.
Duración: 109 minutos.
Tras la mesura y la delicadeza desplegadas en la notable Elegy (2008), Mapa de los sonidos de Tokio fluye como una catarata gracias a una puesta en escena elegante, nunca grandilocuente, apoyada en un mar de tañidos y olores (de las chicharras al tráfico nocturno, del sushi al vino del Penedès), que se degustan mientras los protagonistas experimentan en el arte de la penetración. Como en El último tango..., hay un hombre torturado por el suicidio de su pareja, una explosión sexual con una desconocida y la incapacidad para escapar del pasado y de un destino trágico. Ambas películas comparten incluso un disparo que pone fin al frenesí, al suplicio.
Sin embargo, Coixet, que ya había abandonado a su suerte durante más de media hora a un narrador que sólo le sirve para la presentación de personajes, remata su buena faena con un doble bajonazo: un inverosímil asesino y una canción de Antony and the Johnsons, convertidos definitivamente en un cliché de lo guay (traducción de cool) más que en un sello de autoría.
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