Eterno Juan Muñoz
No crean que cuando a finales de esta semana cierre la exposición de Juan Muñoz en el Museo Reina Sofía, sus personajes van a abandonar la ciudad. Saltarán a la calle, con sus ganas de comerse la vida, su propio arrojo, su permanente alegría estampada en el rostro y su inquietante melancolía de muñecos solitarios con alma. Quedarán atados a nuestra emocionada memoria y les echaremos una mano si les vemos en apuros. Estaremos encantados de compartir charla con ellos en un parque, llevarles a casa a comer si se tercia y hasta de recomendarles para un trabajo.
Parecen mimos callados vestidos informalmente, payasos de incógnito a los que resulta fácil identificar por esa sonrisa contagiosa de la que quieren hacernos cómplices. Son individuos de cera y cartón que no se pierden y reafirman una inquebrantable identidad incluso cuando aparecen en grupo o de espaldas, con sus arrugas multiformes y sus cabezas rapadas.
Dotaba a su obra de misterio y empatía, de compasión y humanismo. De sentimiento contagioso
Todos ellos me han enamorado en la visita que les hice este verano, lo mismo que he sentido admiración por la magnitud y la impactante grandiosidad de la exposición. Por su generoso espacio para las propuestas, por la invasión sin barreras que ha ampliado los límites imaginarios de un museo que necesita estas cosas para ser toda una referencia.
Es, por otra parte, el tributo que merece con toda justicia un gran artista. Porque Juan Muñoz lo fue. Lo es. Una pena que muriera demasiado joven: en 2001, con 48 años, cuando gozaba del éxito y el reconocimiento internacional después de deslumbrar en la Tate Modern con su exposición Double Bind.
Dotaba a su obra de misterio y empatía, de compasión y humanismo. De sentimiento contagioso. Eso que es tan fácil de conseguir en el cine, en la literatura, en la música, pero que resulta a veces artificioso, distante y frío en el arte, lo expulsaba Muñoz a borbotones. Sus criaturas son espejos. En ellos identificamos el grito de nuestras miserias; la mueca del desahogo que buscan en su risa no por callada menos contagiosa, un desesperado compadreo: la comunicación, en suma. Poseen un gesto ávido de cariño, de comprensión. Tratan de atraparnos con el poderoso y a la vez sutil cebo de la ternura. Y lo logran.
No hay frialdad, ni desprecio por el género humano que no se descomponga ante ese ventrílocuo que observa un cuadro blanco y negro en doble perspectiva; no conozco a nadie que resista las desarmantes soledades de George o de Dwarf. Entran ganas hasta de liberar a todas esas miniaturas cristalinas de The crossroads cabinets y sacar de la cesta a la chica atrapada entre mimbres. No hay falta de curiosidad que no capitule ante la llamada de espaldas y las manos en los bolsillos de ese apuntador metido en una caja frente a un tambor: rápidamente te acercas a ver si tiene en su sitio la otra mitad del cuerpo. También vence la sensación de perdido dominio que muestra Sara ante la mesa de billar alzada sobre la suela de sus zapatos rojos, protegida por la redonda quietud de su falda.
El manejo de las sombras, convierte a Muñoz en un portento negro y luminoso. Inquieta esa serie de espacios vacíos y fantasmales, sus espaldas sin rostro y esos torsos que parecen en lucha permanente con la oscuridad que les envuelve. La luz es activa. Produce sorpresa y perplejidad. Sorpresa en ellos mismos, cuando se encuentran proyectados frente a la pared o sobre el suelo. Perplejidad en nosotros, extraños curiosos que nos acercamos a observarles y acompañamos sus medidos movimientos, escuchamos sus voces calladas, las charlas civilizadas de sus muñecos pompones, con su imperfecta geometría y envidiamos el descaro carcajeante de esos juerguistas colocados a la intemperie, en el jardín del museo.
El arte de Juan Muñoz expande y multiplica todas las dimensiones. Sus personajes no sólo fomentan en nuestro ánimo ávido de sensaciones fuertes la compasión que nos producen también los seres perdidos y desesperados de Lucien Freud o Edvuard Munch, dos de sus referentes, lo mismo que Velázquez, sino que adquieren vida propia en ese juego teatral que les rodea. Son un universo en sí mismo que los demás simplemente nos limitamos a admirar sin poder entrar en él y que, al tiempo, nos conmueve. Es tan cercano y, a la vez, tan raro... Tan real y tan etéreo. Tan sencillo y tan grande.
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